Jornada 13

Pues… yo creía que este año ya no iba a publicar nada más, pero aquí estoy otra vez. Se le coje gustillo a esto de escribir.

Y en esta ocasión os voy a contar una vida que vi en 2 tiempos. La primera parte la vi en 2005, durante una meditación grupal que nos ofreció la primera profesora que tuve de Terapia Regresiva.

La meditación (que yo misma he dirigido también después) trataba de llevarnos a 5 momentos históricamente importantes para comprobar qué podíamos ver en cada uno de ellos. Y el primero de esos momentos era la prehistoria.

EL PEQUEÑO SIMIO

En los 5 ó 6 minutos que teníamos disponibles entre una época y la siguiente, pude ver claramente un paisaje verde y silvestre. Me busqué y me encontré al fondo de una cueva. Era un homínido agorilado, pero venido a menos (más tirando a chimpancé), pequeño y enclenque, que lloriqueaba mientras se lamía las heridas de los brazos.

Australopithecus

Me metí en ese cuerpo para saber qué ocurría, y toda la información me llegó de golpe, como suele ocurrir. Yo era un mono especial, tímido y afeminado. Los otros simios me maltrataban. Sobre todo el cabecilla del grupo: el hijo del jefe y sus secuaces, que solían ser bastante violentos conmigo y con las hembras.

Yo lloraba, no solo por el dolor que me producían las heridas, sino por la ausencia de una mona muy importante: mi madre.

Ella siempre estaba junto al fuego, y yo pegado a ella. Era grandota y oscura. Recordé sus lágrimas cuando nací. Yo era un monito realmente horroroso y diminuto, pero ella me amaba con locura. Sentí profundamente su amor en mi pecho, y su compromiso conmigo mientras vivió. Los otros monos intentaban separarme de ella para «jugar» conmigo, pero cuando lo conseguían, siempre volvía magullado, roto y dolorido. Ella se imponía poniéndose de pie para auyentarlos y los mozos corrian hacia la salida de la cueva gritando. Yo procuraba no separarme de ella.

Pero cuando mi protectora murió (yo tendría unos 15 años), me quedé totalmente solo, y a merced de los 4 matones de la manada. Procuraba quedarme al fondo de la cueva para no llamar la atención, aunque tuviera que orinar allí mismo o quedarme sin comer.

Esto es lo que vi en aquellos 5 minutos, y lo viví con tanta intensidad, que dudé si continuar «viendo» más épocas, porque me sentía totalmente dolida y humillada.

Igual que me ocurriera con «La Triste Viudita» de la Jornada 8, en muchas ocasiones posteriores, cuando en terapia tenía que ir a buscar el origen de algún trauma concreto, mi alma me llevaba de vuelta a esta cueva, mientras lloraba y me lamía las heridas.

Pero hace un par de años (18 después de aquella primera visión), hablando con Ana, una de mis amigas terapeutas, me sugirió hacer una sesión de Terapia Regresiva Reconstructiva. Esto es, volver al pasado y modificarlo de tal manera que tu personaje acabe saliendo victorioso del lance. Porque para la mente es exactamente igual lo que recuerda y lo que imagina. Y se trataba de sacar a la luz esa personalidad fuerte y enérgica que todos tenemos dentro, aunque algunos la mantengamos escondida en lo más profundo del subconsciente.

Así que mi amiga Ana, después de una pequeña relajación, me pregunta:

– ¿Dónde estás?

– Al fondo de la cueva,- respondo de inmediato-. Estoy pegado a la pared lamiéndome la muñeca derecha y sollozando. Me siento muy vulnerable. Herido física y emocionalmente. No quiero estar aquí. Desde que no está mi madre, me maltratan casi a diario. Me duelen el cuerpo y el alma.

– Bueno, pues vas a hacer una cosa. Cuida tú de ese muchacho, y hazlo fuerte. Dile que él no es menos que nadie. Que busque su fuerza dentro de él.

En mi imaginación, lo abrazo con cariño, le curo las heridas, lo miro a los ojos castaños mientras le sonrío con dulzura. Y mentalmente le sujeto la barbilla mientra le digo: «Tú puedes. Eres más inteligente que esos matones. Usa tu inteligencia».

En ese momento, yo mono, me doy cuenta de que mi madre era «La Guardiana del Fuego», el cargo más importante del grupo tras el de jefe. Y yo soy su hijo.
Me pongo de pie, respiro profundamente, y crezco hasta ponerme a la misma altura del matón del pueblo. He pasado de chimpancé a gorila. Mis piernas y brazos se han vuelto musculosos. Mi pelo negruzco y pobre, ahora es castaño oscuro y sedoso. Mis facciones son varoniles y mi mirada fuerte y profunda.

– Doy dos, tres zancadas con mis pies grandes, pasando el peso de mi cuerpo de una pierna a otra con visible esfuerzo. Cojo una rama que ardía en la hoguera de la cueva, y salgo a la luz del día caminando erguido, en señal de poder.

– Muy bien-, me anima Ana-. Pues ahora dile al matón ese, que de ahora en adelante mandas tú.

Intento hablar, pero las palabras no salen. Los malotes me observan con una mezcla de curiosidad y odio, desde unos 10 ó 15 metros de distancia, cerca de una arboleda. Supongo que no me reconocen con mi nueva apariencia.

Rujo. He abierto mi boca y ha salido un rugido potente que me asombra a mí misma. Todos los monos me miran.

– Bueno, decir, decir, no he podido decir mucho, -le explico a Ana-. Pero he soltado un rugido mientras sostenía la antorcha, y con la mano libre me daba golpes en el pecho. Les doy a entender que ahora yo soy «El Guardián del Fuego».

– ¿Y qué hacen ellos?

– Se ponen a dar puñetazos en el suelo y gritan: «¡Uh-uh- uh-uh-uh!». Los secuaces animan al matón a hacerme frente y demostrarme quién manda. Él da unos pasos hacia mí, pero yo no me inmuto, le sostengo la mirada; y vuelve al grupo caminando hacia atrás. Hay mucha tensión. El corazón me va a mil. Toda la manada nos mira. El jefe solo observa desde lejos. Ellos siguen dando botes, negando con la cabeza y dando puñetazos en el suelo.

«Uno grita, y los demás lo siguen. Ahora son cinco. Se les unió un macho jovencillo. Los demás monos solo miran con atención. La «Hembra Bonita» se pone detrás de mí. No tengo claro si eso significa que me da su apoyo, o que elige ponerse bajo mi cuidado. Pero ese gesto los saca de quicio. Ahora ellos también se dan golpes en el pecho y gritan más fuerte su «¡¡UH-UH-UH-UH!!».

«El matón arranca a correr hacia mí ayudándose con los nudillos en el suelo, y a pocos metros da un salto para derribarme con los pies. Pero yo me he apartado hacia un lado, y le acerco la rama ardiendo al cuerpo. El pelo seco prende enseguida y, en una milesima de segundo, huye hacia el río convertido en una bola de fuego, gritando. Sus secuaces lo siguen.

– ¡Ole ahí!- me grita Ana, que hasta hace un momento se reía de mi imposibilidad para «hablar» siendo un mono-. ¿Y qué más?

– Pues nada… (yo sigo atónita y con el corazón acelerado). Parece que hay nuevo sheriff en la ciudad. Las hembras jovenes se acercan y se sientan junto a mí. El resto sigue a lo suyo. Se ha acabado el espectáculo. Es como si todos aceptasen que yo he ganado el duelo.

– ¿Y los matones qué hacen a partir de ahora?

– Pues no lo tengo claro, pero no los vuelvo a ver. Creo que se han ido de la manada.

– Estupendo. ¿Y tú como te sientes?

– Pues en shock, de momento, pero poderosa.

Para mí fue una situación muy violenta, de las que en mi vida actual suelo evitar; pero que en este caso viví en primera persona, y de la que salí victoriosa.

En esta ocasión no vi una vida entera, sino los cuatro momentos más importantes. Y cuando hice la sesión con mi amiga Ana, fuí al momento crítico, modifiqué el resultado, y volví. No averigüé si tras eso tuve muchos hijos, o si morí joven o de viejo. Eso no era importante. Sobre todo, porque ese era un futuro alternativo, y no el real; donde seguramente morí a manos de los matones y sin descendencia. Este último tema parecía realmente importante, pues solo los machos alfa se apareaban.

En los días siguientes me sentía abrumada. Jocosa. Fuerte. Decidida. Importante. Segura de mí misma. Y capaz de asumir las responsabilidades que me presentara la vida.

Nunca más mi alma me volvió a llevar a la cueva. El trauma estaba sanado.

Y así, señoras y señores, es como uno se enfrenta a sus «demonios» utilizando la hipnosis.

Desde aquí mi más sincero agradecimiento a mi amiga y terapeuta Ana, por su valía y coraje, y por acompañarme tantas veces a vivir experiencias increíbles.

Y a mis queridos lectores, gracias y saludos,

Natividad Castejón

Jornada 12

Bien, pues aquí estoy otra vez para hacer algunas aclaraciones.

Las personas que hayan leído la Jornada 11, se habrán quedado un poco a medias, como me quedé yo en su día. Flipando, pero a medias.

Aquella sesión me dejó muy satisfecha en cuanto a respuestas a mi vacío existencial, pero también con más preguntas para responder.

Por ejemplo:
● ¿Nunca me preocupó mi familia originaria?
● ¿Por qué no quise entrar de nuevo en mi cuerpo cuando tuve la oportunidad?
● Si supuestamente aquella gente había intentado matarme, ¿cómo es que solo sentía amor por ellos?
● ¿Es posible «vivir» 208 años?

Bueno, pues hoy quiero dar respuesta a estas preguntas con el trabajo posterior que hice a la sesión.

En primer lugar, creo «recordar» que nunca sentí añoranza de Inglaterra. Supongo que veía poco a mi padre, y por lo visto tampoco tendría una gran relación con nadie más, puesto que de ser así, lo más normal hubiese sido sentir un intenso malestar o añoranza por no haber podido despedirme de mi familia. Lo sé porque lo he sentido en otras ocasiones.

También habría sido normal tener una sensación de amargura al imaginarme la reacción de mis seres queridos en el momento de conocer la fatal noticia de la matanza, y habría querido «ir» a confortarlos. Pero no. No tuve ninguna de esas sensaciones, y lo cierto es que no volví a acordarme de mi familia originaria. Curioso, ¿no?

En segundo lugar, el tema del cuerpo. Fue muy extraño que, una vez que salí de él (supongo que en el momento de caer fulminado por el veneno), nunca lo eché de menos. No anhelaba comer o dormir. Si acaso, alguna vez añoré no poder bailar como lo hacían ellos a la luz de la hoguera. Pero nada más. Me sentía pleno, satisfecho y (lo mejor) más vivo que nunca.

Claro que esa sí es la sensación normal después de dejar un cuerpo, e incluso se siente mucho más alivio si el cuerpo es viejo y está cargado de dolores. Pena cero.

Por poner un ejemplo, sería la misma pena que nos da a nosotros echar una muda al cesto de la ropa sucia, después de una semana con ella puesta. Exactamente lo mismo. Ninguna pena.

Y cuando mi cuerpo empezó a coger un colorcillo extraño, sentí más repulsión que ganas de volver a entrar ahí. No sentí que fuera necesario para poder continuar con ellos.

Lo que sí me llamaba mucho la atención era la habilidad que tenían los nativos para mantener mi cuerpo con vida durante unos 20 años más sin apenas comida, únicamente tomando líquidos o gachas.

Además, agradecí mucho la decisión de ocultarlo a la vista, pues yo mismo era el primero al que le producía repulsa continuar al lado de aquel muñeco oscuro.

Tercer punto. Después de conocerlos un poco más a fondo, supe que nos habían atacado con cervatanas y dardos envenenados. Pero por algún motivo yo no morí en el acto, y uno de ellos lo descubrió. Aún me pregunto cómo lo supo. ¿Me hizo esto especial ante sus ojos? Supongo que sí.

Con ese mismo veneno cazaban piezas grandes, monos, leopardos, etc. Creo que lo extraían de un tipo de rana o de pescado. No entiendo cómo «sobreviví». Creo que la toxina me dejó en un limbo entre la vida y la muerte, y lo aproveché para vivir de esa manera.

Pero yo soy un ser de Amor. He conocido seres de Paz, de Esperanza, de Abundancia, de Caos y de Terror. Yo soy de Amor. No sé lo que es el odio. No he sido capaz de sentirlo nunca, a pesar de tener a mi alrededor a personas que sí eran capaces de sentirlo profundamente, y de haber tenido motivos suficientes para odiar a más de un@.

Supongo que por ese motivo, y puesto que la naturaleza del alma no cambia mucho, los amé y los amo. Y doy Gracias al cielo por haber podido vivir esa experiencia tan especial.

Y por último, no puedo estar segura de que fueran 208 años realmente. Era un dato que me llegaba con mucha claridad, pero del que no tengo certeza alguna. Los nativos no medían el tiempo como nosotros, no llevaban la cuenta de los años, ni celebraban cumpleaños. Ellos celebraban la vida y los grandes acontecimientos. Y la muerte formaba parte de la vida, como irse cada noche a dormir.

Supongo que el no haber querido separarme de mi cuerpo ya seco durante tanto tiempo, se debía más a una cuestión de voluntad propia, que al mérito de los chamanes.

Estas son las reflexiones y conclusiones a las que pude llegar.

En esta ocasión no sé a dónde llegó mi alma después de esa experiencia de vida, porque la sesión acabó justo antes.

Es importante entender que al volver de una sesión así se siente mucha añoranza. Y cuando digo «mucha», digo MUCHA añoranza. En todas mis experiencias la he sentido.

Pero luego hay que volver.

Esas vidas tienen que quedar en el pasado, como cualquier otro recuerdo de la infancia, o de lo contrario podríamos volvernos locos, y no saber quiénes somos ahora.

Debemos entender que todas esas personas que fuimos en una ocasión, nos ayudaron a ser quienes realmente somos hoy. Que sentir añoranza es normal, pero hay que dejar el pasado en el pasado, sabiendo que toda esa experiencia nos enriquece y nada más.

Por suerte, las almas que fueron muy importantes para nosotros en una vida, nos siguen acompañando en esta, pues nos vamos reencarnando en grupos. No nos perdemos mucho tiempo de vista. Quien en una vida fue tu padre, en esta es (quizás) tu hermana. Y quien en otra vida fue tu mejor amiga, en esta es tu nieto. Siempre seguimos juntos.

Y lo más importante de todo es que el nexo de unión siempre será el Amor que nos tenemos.

¡Ah! Y para los que tengan curiosidad: buscando en internet las grandes hojas verdes que vi al principio de la sesión, las localicé bajo el nombre de Coccoloba Gigantifolia. Aquí os dejo una imagen para que entendáis mi desconcierto en 1700 y poco.

Gracias por estar ahí, os envío un cariñoso saludo,

Natividad Castejón

Jornada 11

Soy una persona de palabra. Dije que iba a contar aquí algunas de mis experiencias de vidas pasadas, y aquí va otra.
Estoy segura de que con esta váis a flipar tanto como yo lo hice en su momento.

A los que no hayan leído las jornadas anteriores, os informo de que cuando una persona entra en hipnosis, se crea un estado de conciencia expandida. El cuerpo físico deja de percibirse, y las palabras salen con cuentagotas. Yo tengo suerte, pues ese estado no me limita, lo cuento todo, pero con frases cortas.

Os pongo en antecedentes: año 2016; duda existencial; no sé qué hacer con mi vida; hace más de 2 años que salí del banco, y las cosas no van como a mí me gustaría; a veces me siento como si estuviera sentada en un andén, esperando a que llegue el tren de mi vida; siento como que estoy en «stand by», y es una sensación que me angustia mucho. Acudo a la consulta de mi amiga y terapeuta Mariló. Saludos, Mariló.

Sus palabras:

– Hoy nos vamos a divertir- intenta animarme con una sonrisa mientras me pone las agujas de acupuntura en la oreja derecha y ésta empieza a palpitar.

Cuando me dice «Hoy nos vamos a divertir», en realidad significa «Prepárate porque hoy vas a llorar de lo lindo». La temo. Pero estoy segura de que ella de verdad se divierte. Y también sé que la sesión me ayudará a crecer.

Música suave. Luz ténue.

Dhamburu

– Respira profundamente un par de veces, y dime lo primero que «veas»- me insta.

Con los ojos cerrados y mi oreja derecha pidiendo auxilio, vislumbro algo.

– Una hoja verde- respondo-. Una gran hoja verde.

– ¿Cómo es esa hoja verde? ¿Por qué es especial?

– No sé. Es enorme. Es de la selva. Hay muchas. El sol se transparenta entre ellas. Y el tono de verde es precioso. Nunca me había fijado en lo bonito que es el color verde. Se respira paz.

– ¿Y tú dónde estás?

– Tumbada en el suelo. Tumbado. Soy un hombre. No, un muchacho. Tengo 19 años. Soy alto. Y estoy pasando mucha calor en este viaje. No estaba preparado. Estoy sudando.

«Alguien se asoma desde arriba. Se pone delante de las hojas y mira hacia abajo, hacia mí. Es un indígena. Un hombre con piel anaranjada, con un palillo que le atraviesa la nariz y el pelo negro cortado a tazón, en redondo con flequillo. Me sonríe. Le faltan dientes, pero es una sonrisa amable. Tiene tatuajes en la cara. Me resulta muy exótico, y le sonrío también.

– ¿Qué hacías tú en la selva?- indaga Mariló.

Y en ese momento me llega toda la información de golpe.

– Vaya… me parece que estoy en peligro… Veníamos en un barco. Soy británico. Mi padre es naviero. Él no quería que yo viniese. Decía que era peligroso, pero yo insistí. Estamos en la costa de Brasil. Viajo con varios investigadores y cartógrafos. Estamos dibujando las cartas de navegación de esta zona, y recogiendo información sobre la flora y la fauna propias del sitio.

– ¿Y qué ha pasado?

– Habíamos bajado del barco. Unos 11 hombres. Hemos instalado una especie de campamento en un claro, cerca de la playa. Nos disponíamos a preparar la cena, pero nos han debido de atacar en silencio. Yo noté una punzada en el cuello y caí desplomado.

– ¿En qué año estamos?

– No lo veo bien. 1700 y poco.

– ¿Qué más ocurre?

– Me veo… A ver… Me han atado los pies y las manos, han pasado una especie de tronco hueco por medio, y me llevan entre dos hombres, como si fuera una presa. Pero lo curioso es que yo me veo como si fuera caminando al lado de mi cuerpo. Soy consciente de que ese cuerpo que transportan es el mío. Yo voy feliz a su lado, viendo cómo la cabeza se bambolea. Me van a curar. Saben que no he muerto y me van a curar. Pero soy bastante más alto que ellos, y esta es la forma más cómoda de llevarme. Los demás cuerpos han quedado en el claro.

«El palo lo cargan entre los 2 hombres más fornidos. Al hombro. Otros 5 hombres forman la comitiva. Van contentos, hablando entre ellos. Yo no entiendo nada de lo que dicen. Pero parecen buena gente. Confío en ellos.

«Atravesamos la selva sin necesidad de machetazos. Ellos conocen los caminos. Y según nos vamos acercando al poblado, empiezan a aparecer más jóvenes, niños y mujeres que se alegran de vernos. Yo visto con una camisa blanca y unos pantalones azules hasta las rodillas. Calcetines blancos altos (y sucios, como la camisa) y zapatos de tacón negros con hebilla dorada. Pero ellos van vestidos con hojas colgadas de la cintura. Y las mujeres no llevan nada sobre los pechos. Me llama mucho la atención. Los niños van desnudos, y tan a gusto. Nunca había visto tanta piel desnuda.

«Mi padre me habló de tribus caníbales, pero esta gente no tienen pinta de serlo. Tanto las mujeres como los hombres llevan collares hechos con semillas, colmillos de animales y trozos de cañas. Y todos los hombres llevan el pelo cortado igual, a tazón, con flequillo y en redondo. Las mujeres llevan el pelo un poco más largo. En comparación, yo soy de una piel muy blanca. Están contentos de verme.

– ¿Qué más ocurre?- pregunta mi amiga.

– Me meten en una choza. La primera de una fila. Allí me cortan las cuerdas de las manos y los pies, y me tumban sobre una especie de cama hecha en el suelo con hojas trenzadas. Entra un chamán. Vestido con muchas más hojas, y más collares y pulseras que los demás. Este lleva el pelo trenzado muy largo. Y comienza a hacer un ritual con un cántico y unas plumas en las manos. Me abanica el cuerpo con las plumas. Entran una mujer anciana y otra más joven, me quitan la ropa y me lavan la herida del cuello con algo mantecoso.

«Yo todo esto lo veo desde fuera de mi cuerpo. Estoy en realidad como sentado en el suelo, cerca de mi cabeza. Y la mujer anciana, a veces, me mira a mí y me sonríe, mientras le mete un poco de agua a mi boca. No es agua, es infusión. Me están curando. Y yo estoy feliz.

«Fuera de la choza se escuchan las voces de los niños jugando, y las mujeres riendo. El chamán sigue cantando y pasándome un palo humeante cerca del cuerpo. Me parece todo muy espectacular. Las mujeres tocan el vello de mis brazos y mi cara y se ríen. Sus hombres no tienen apenas vello corporal y les llama mucho la atención. Me han desnudado entero para lavarme con su manteca y se ríen al ver mis atributos. La más joven se ruboriza, y la anciana me mira a mí (como si me mirara a los ojos) y se ríe con ganas. Dice: «Dhamburu» «Dhamburu», y las de afuera se ríen también. Creo que me han rebautizado con el nombre de Dhamburu. No sé qué significa, pero no suena mal.

– ¿Qué más?

– Nada. Van pasando los días. Me alimentan, me lavan. Pero yo sigo fuera de mi cuerpo. Me han tapado con unos paños. Parece que lleve pañales. La anciana del primer día me masajea las piernas y los brazos a diario. Pero la verdad es que no he vuelto a «entrar» en mi cuerpo. Lo hacen todo con mucho cariño y mucho respeto, lo sé. Lo siento. Me hablan mucho. Pero no me apetece volver a entrar ahí. Me alimentan con líquidos y mi cuerpo orina, pero está tomando un colorcillo violáceo que no me atrae nada.

«Ellos son muy alegres. A menudo hacen fiestas con música y bailan; y a mi cuerpo lo trasladan a una especie de «tribuna» y me ponen un parasol para que mi piel no se queme. Es su manera de incluírme en sus fiestas. Si no, yo no participaría. Me quedaría en la choza principal, junto a mi cuerpo. Yo disfruto mucho viéndolos jugar, reír y bailar al ritmo de los tambores y las flautas de caña. Me encanta esta gente.

«Los días son sencillos y serenos. Llueve mucho. O está lloviendo, o hace mucho sol. La gente entra y sale de mi choza. Me cuentan sus cosas, y yo los escucho con cariño. Al terminar, los abrazo con mi energía, y parece que les gusta. La vieja hechicera es la única que me ve y me entiende. Y algunos niños pequeños también, pero se asustan.

«No sé cómo lo hacen, pero mantienen mi cuerpo con vida. Y yo sigo aquí. Me encanta su estilo de vida. Viven en conexión con la naturaleza. Hacen las cosas por placer. Cazar, cocinar, tejer, cantar, peinar, bailar… todo lo hacen como un juego. Los niños se pasan el día jugando y corriendo. Y bañándose en el río, cuando el día está soleado. A mí me traen ofrendas con comida, que agradezco mucho, pero no puedo comer. Me alimentan con una especie de gachas líquidas, y voy tirando.

«A veces entran corriendo en la choza, cuando estoy a solas, y me cuentan sus secretos. Aquí nunca falta una antorcha encendida. Siempre hay luz. Y ellos se acercan a cualquier hora, del día o de la noche. Dicen encontrarse mejor después de «hablar» conmigo. Me cuentan sus sueños y sus pesadillas. Yo los amo. Los voy entendiendo. Y me agrada mucho escucharlos y abrazarlos con amor.

– ¿Cuánto tiempo te quedas ahí?- cuestiona Mariló.

Doy un salto hasta el final.

– Toda la vida. Y más. Llevo aquí 208 años. He visto nacer y morir a varias generaciones. Los amo. Amo su estilo de vida, que no ha cambiado nada. Bueno… casi nada. Ahora sí llevan alguna que otra prenda de ropa. Pero las mujeres prefieren seguir llevando los pechos al aire. Dicen que es más sano. Mi cuerpo murió a los 20 años de llegar, más o menos. Un día miré aquel despojo oscuro y deforme, y supe que ese ya no era yo. Pero no me enterraron ni me quemaron. Me hicieron una fiesta para celebrar que ya no dependía de mi cuerpo, y lo escondieron detrás de una especie de biombo. La hechicera seguía huntándolo con la manteca, y de ese modo se fue curtiendo como una momia.

«Ellos creen que si quemaran mi cuerpo me iría. Y no quieren que me vaya. Me traen a sus recién nacidos para presentármelos con cariño, y yo les susurro al oído palabras de bendiciones, para que sus vidas sean buenas y felices. Otras veces entra un anciano o anciana para despedirse de mí, pues creen que ya no tendrán más ocasión de hablarme. Me piden que los acompañe en su último viaje, y así lo hago. Cuando pasan al otro lado, nos vemos, y los abrazo con mucho amor, para darles la bienvenida a este nuevo estado. Luego las familias vienen para agradecerme que su familiar se fue con una sonrisa.

«He visto niños convertirse en grandes guerreros, cazadores o chamanes. Y he visto niñas convertirse en maestras, artistas y hechiceras. El ciclo de la vida me conmueve. Cada anciano deja sus conocimientos a otro miembro más joven, para que no se pierdan. Medicina, cocina, historia… Todo se transmite con cariño y con paciencia. Se aprende todo entre juegos y chistes. Y canciones. Las canciones cuentan historias y trucos.

«Un día decidí que me tenía que marchar. Lo comenté con la hechicera, que me «escuchó» con cariño, pero con lágrimas en los ojos. (Yo también comienzo a llorar en la camilla. Pero un llanto suave, pleno, dulce…) Ella se lo dijo al resto de la tribu la primera noche de asamblea, y ellos lo entendieron. Fueron pasando por mi choza de uno en uno, o de familia en familia, para despedirse de mí. Me traían comida para el camino. Y yo los fui abrazando uno a uno. Del más anciano, al más joven. Deseándoles lo mejor para sus vidas. Les prometí que volvería. Unos dias después celebramos mi despedida. Y por la noche, entre cantos y tambores, quemaron el despojo de lo que un día fue mi cuerpo.

Siento que me elevo, que floto hacia arriba. Dejando abajo una hoguera y un pueblo que siempre sentiré como mío.

– Me voy. Por fin soy libre. Aunque estar con ellos nunca fue una atadura. Los echaré mucho de menos. (Lloro más por agradecimiento que por tristeza).

– ¿Y qué ha sido lo más importante de esta vida?

Lo medito un segundo, y respondo:

– Que muchas veces no hay que hacer nada para tener una vida plena. Solo SER y ESTAR. Solo eso. Entregarse a los demás es la más maravillosa y completa de las experiencias de vida. (Lloro).

– Sí, cariño -me respondió Mariló mientras abrazaba mis sollozos-. Muchas veces «ser» y «estar presentes», es lo único que necesitamos. La vida es más sencilla de lo que creemos, pero es que nos encanta complicárnosla.

– Es verdad -le respondí intentando reir, aunque mis lágrimas seguían rodando y mi oreja derecha me recordaba que tenía un cuerpo.

Después de ver esa vida, mi preocupación carecía de sentido.

Madre mía… Me pasé 208 años viviendo en una tribu, sin comer, sin beber, sin hablar de verdad, sin apenas salir de mi choza… pero amando intensamente a cada uno de sus miembros, hasta el más loco, sin una pizca de aburrimiento. Disfruté de todos los momentos: la tranquilidad de los días de tormentas, la alegría de los días de sol, la comunión con los animales y las plantas, las noches de asambleas (de las que yo no participaba pero me encantaba asistir), los días de bailes y fiestas… los nacimientos, las despedidas… Todos. Me sentí como uno más de la familia desde el primer día. Fui Dhamburu para ellos, con todo mi amor.

Aún hoy, al recordarlo y escribirlo, lloro como una magdalena. Sé que algún día volveré. Y aunque en esta vida aún no he tenido la oportunidad de cruzar el charco, sé que ellos me esperan, contándoles mi historia a sus hijos. Y sé que quizás algún día pueda volver a abrazarlos.

Si no es en esta vida, será en otra. Pero volveré (como Terminator). Mi corazón lo sabe.

Gracias Mariló, por existir y estar ahí cuando te he necesitado. Gracias a todos mis lectores y saludos,

Natividad Castejón

Jornada 10

Como comenté en la jornada anterior, se podían sacar varias lecciones de la sesión que expuse en la Jornada 8.

La siguiente que quiero comentar, y me parece muy importante, es qué pasó con la primera vida que apareció.

Al principio me quedé muy removida, como era de esperar. Nadie se imagina que todas estas vivencias se puedan ver y sentir con tanta intensidad. Lloré lo que no había llorado en décadas. Reconozco que me impactaron mucho. Y, como ya comenté, en muchas otras ocasiones posteriores, mi Alma me acabó llevando hasta aquellos momentos cada vez que intentaba «limpiar» un miedo.

Mirando aquella vida en perspectiva (La Triste Viudita), y con mi conciencia de hoy, pienso que podría haber tomado otras decisiones. Por ejemplo, en el momento en que tuve conciencia de que mi esposo no volvería, podría haberme vuelto a mi pueblo natal. Solo estaba a un par de días de camino en carreta. O podría haberme vuelto a casar, pues solo tenía unos 25 ó 26 años, pero no lo hice. Preferí hundirme en la pena. Era mi manera de estar «conectada» al hombre que amaba. Y durante casi 40 años sufrí todos los días de mi vida. No me permití ni un solo día de alegría. No me lo merecía si él no estaba a mi lado.

Es muy triste visto así. Pero en aquella vida estaba en ese nivel de conciencia.

Yo ahora lo explico de esta otra manera, que me parece que se entiende mucho mejor:

LA TEORÍA DEL VIDEOJUEGO

Esta existencia viene a ser como un VIDEOJUEGO, que consta de una serie de niveles. Digamos que hay 100 niveles. Para pasar de un nivel a otro tenemos que pasar una serie de pruebas y haber tomado una serie de conciencias. Para cada nivel podemos emplear las vidas que sean necesarias (5, 20, 70…). Las que necesitemos. No hay límite.

Pero en este mismo planeta convivimos seres que acaban de llegar al juego, y seres que ya están en un nivel muy alto. ¿Se va entendiendo?

Hay seres que aún están probando cómo quieren su avatar o qué armas y dones tienen de salida (personas muy identificadas con su físico o su poder), y seres que nos cuestionamos ya otro tipo de cosas, y pasamos un poco de físicos y armas.

Cada ser se relaciona principalmente con los otros seres de su mismo nivel, aunque siempre hay excepciones. Pero si lo pensamos bien, cuando en la vida real nos meten en «otros niveles», sentimos que «estamos fuera de lugar».

Cuando por fin entendemos una lección y subimos de nivel, los seres del nivel anterior desaparecen de nuestro entorno, y aparecen los del siguiente.

Cuando llegamos a cierto nivel es cuando empezamos a hacernos preguntas más espirituales o trascendentales. Pongamos que a partir del nivel 30. Hasta entonces solo nos hemos dedicado a controlar nuestro avatar y «crearnos un nombre» en el juego.

Todas esas personas enfocadas en el físico y el poder (status social, dinero, posesiones, influencias, ambición, etc.) están del nivel 30 para abajo. Pero TODOS hemos pasado por ahí. No los juzgues tan rápidamente. No es ni bueno ni malo. Es necesario.

Como en cualquier juego, existen unas reglas que hay que cumplir (las conozcas o no), y también tienes la opción de «pedir ayuda«. En esos casos se empareja a un ser más evolucionado con otro que está empezando. La idea es que el Alma más «joven» tenga a mano un tutor para tomar ejemplo. Y aquí viene cuando en una familia de seres «menos evolucionados» nace un ser muy espiritual que se acabará sintiendo como la oveja negra, sin saber que su misión es puramente de tutelaje, si no muere en el intento.

A partir del nivel 30, y hasta el 55 (p.e.) llegan LAS EMOCIONES. Todas. La culpa, el miedo, el fracaso, el éxito, el abandono, la venganza, la fortuna, los celos, el dolor, la abundancia… Hay que experimentarlas todas. Unas veces nos toca hacer de víctimas, y otras de verdugos. Pero no pasa nada. Todo es un «juego». Y todos tenemos que pasar por todos los roles. Buenos y malos.

Del nivel 55 al 70 nos toca «limpiar» las huellas que nos han dejado todas las malas experiencias pasadas. Todos los miedos o traumas tienen que quedar aceptados, entendidos e integrados. A partir de ahora, formarán parte de nuestra experiencia vital. También nos toca ir eliminando todos los amarres y ataduras que hemos ido creando con otras Almas. Así se explica que mucha gente «espiritualmente evolucionada» le dé tanta impotancia a su espacio y su soledad.

Para los que tengan curiosidad, la empatía no viene de serie; sino que se adquiere según se va subiendo de nivel. Diría que del 20 para abajo es difícil encontrar a algún empático.

Y aquí quería llegar.

Si hoy soy quien soy; y pienso y siento como lo hago; es porque ya he pasado por todas esas experiencias. Si hoy me hago ciertas preguntas y puedo ayudar a mis semejantes, es porque ya he pasado por todos esos niveles. Todo eso ha sido necesario para despertar en mí otras inquietudes y pasar a los niveles de servicio.

Buda ya se había pasado todos los niveles, estaría sobre el 98-99, y era sabio por eso mismo. Cuando la gente acude a un «sabio» es porque ese Ser entiende de muchas cosas, aunque a nosotros pueda parecernos que están locos o hablan en otro idioma. Están ya por encima del nivel 70, saben canalizar la energía del Universo para ayudar a los demás, y conocen casi todas las respuestas.

Y yo no tengo ningún derecho a juzgar a los seres que están por debajo de mi nivel (ni siquiera a mí misma), porque en aquella vida y en aquel nivel, era lo que me tocaba. Sería como si un estudiante de segundo de carrera juzgara a un niño que está en tercero de primaria. No tiene nungún sentido. Y además, su experiencia cuando estuvo en primaria, puede no tener nada que ver con la del niño actual.

Nada es casualidad. Todo está ya previsto en este Gran Juego. Incluso cargarnos el tablero. Y os aseguro que es una auténtica Fortuna estar aquí. No todos los seres tienen la suerte de aprender en esta maravillosa «Universidad de la Vida». Y tampoco es fácil entrar, pues el standard que se exige es muy alto. Así que si estás aquí, enhorabuena. Disfruta de esta Rueda del Samsara hasta que agotes todos los niveles.

Ya eres un Ser Superior, experimentando el Gran Juego de la Vida. Saca lo mejor de ti. No juzgues. Todos hemos pasado por ahí. Y si hoy estás leyendo esto, es porque estás en un nivel 35 o superior. ¡Felicidades!

Gracias y saludos,

Natividad Castejón

Jornada 9

Bueno, bueno… Estoy que me salgo. Esto va para libro. Vosotros no lo veis, pero yo me estoy frotando las manos de alegría, porque me siento inspirada.

Estaba yo pensando que este último escrito (Jornada 8), y esas dos vidas anteriores que aparecieron en esa sesión con mi compañera Conchi, dan para mucho. Cada sesión es única, y detrás de ellas hay un trabajo que el paciente debe hacer, porque si no se hace, no sirve de nada ir a terapia. ¿Cierto?

Me refiero a que se pueden sacar muchas conclusiones, entre ellas, por ejemplo, la importancia de crear vínculos con otras Almas.

A ver si me explico:
Cada vez que hacemos una promesa (ya sea de amor eterno o de cualquier otra índole); emitimos un juicio, soltamos una maldición; hacemos un juramento; tomamos unos votos; o hacemos un pacto con otra Alma; estamos creando un vínculo o lazo que nos ata ETERNAMENTE a otro ser.

Yo tengo una meditación específica para cortar lazos, porque entiendo que es de una importancia extrema. Y estoy segura de que, aunque me pasara aquí una hora escribiendo, no sería capaz de haceros entender hasta qué punto todos esos lazos, cadenas, cuerdas, grilletes, sogas o ataduras emocionales, pueden llegar a lastrarnos en la vida.

Ya no es solo que llevemos en nuestro ADN las experiencias de nuestros antepasados, que también; es que acarreamos todo un catálogo de amarres que se crearon en otras vidas, inconscientemente y sin conocer el alcance real o las consecuencias de hacer esas promesas.

Os pongo un ejemplo, que siempre se entiende mejor.
Recientemente me pasó con una paciente, que traía un ser (parecía «oscuro») pegado a ella. Al meterla bajo hipnosis, y poder contactar con este ser, resultó que en una vida anterior fue amigo íntimo de otra Alma que en aquella vida hacía las veces del padre de mi paciente. Este hombre cayó muy enfermo, y le hizo prometer a su amigo que se encargaría personalmente de cuidar de su única hija, que tenía unos 5 ó 6 años, y de velar por sus intereses (encontrarle un buen marido, pactar una buena dote, etc.). Y este ser se tomó tan en serio esa promesa hecha a pie de cama, que 14 ó15 vidas después seguía velando por esta muchacha.

Claro, para «desfacer el entuerto» tuve que convocar al Alma de quien en aquella vida fuera el padre de la niña (que casualmente también era su padre en la vida actual), para que pudieran hablar entre ellos y decidir si ya consideraban cumplida la misión. El padre apareció sin problema, encantado de poder volver a ver a su pequeña, y se quedó de piedra al ver que su viejo amigo continuaba aferrado a una promesa sin fecha de caducidad. Este encuentro, de entrada, hizo que el supuesto ser oscuro se llenara de Luz y de alegría, y apareció así como el fiel y buen amigo que fue en su día. Ambos se abrazaron con cariño. El padre le pidió perdón a su amigo y zanjó la promesa para que éste pudiera volver a ser libre, agradeciéndole el trabajo hecho en aquella vida y las posteriores. Fue un momento precioso.

Pero esta experiencia pone en relieve la importancia de hacer una promesa. Nada queda en el aire. Y nadie sabe con certeza hasta dónde llega el eco (en el tiempo y el espacio) de una palabra dada con honor.

A efectos prácticos, cuando en una vida hemos prometido ante un altar que seremos fieles y cuidaremos de otra Alma «hasta que la muerte nos separe», eso es un lazo inquebrantable. Y el Alma no entiende de «muerte». La muerte no existe para el Alma. Por lo tanto, es un lazo que se perpetúa en el espacio y en el tiempo.

Tres vidas más tarde, aunque nos hayamos casado con otra Alma, la anterior aparece. Y aparece con toda seguridad porque ya tenemos un pacto previo sellado con un vínculo. Y en el momento en que aparece, nuestra Alma nos recuerda que tenemos una deuda o una obligación con esa otra. Sentimos como que nos flaquean las piernas, y mariposas en el estómago. Y nuestro matrimonio actual salta por los aires. ¿Os suena? Es muy común.

Esos síntomas NO SON porque de repente nos hemos enamorado y ahora entendemos lo que es el Amor de verdad, no. No se trata de ningún flechazo, aunque lo parezca. Esos síntomas son el claro ejemplo de una llamada de atención (o tirón de orejas) de nuestra Alma por una obligación que se quedó sin terminar. Y la otra Alma siente exactamente los mismos síntomas. Entonces, es muy fácil caer y pensar: «Me he enamorado hasta los huesos».

Tendríamos que aprender a distinguir lo que es un sentimiento real de lo que es un reflejo, como me ocurrió a mí en esta vida que conté en la Jornada 8. Pero es muy difícil.

Bueno, pues esto sería en el mejor de los casos, porque fue una promesa de Amor. Ahora imaginaros el resultado de haber hecho en una vida anterior una promesa de venganza, o haber echado una maldición. O ni siquiera haberlas iniciado nosotros, sino haberlas recibido de otros.

Todas esas ataduras nos vinculan a otros seres (o instituciones) por los siglos de los siglos, y así es muy difícil avanzar y evolucionar.

Si en una vida hemos sido monjes o monjas, y hemos jurado los votos de obediencia, pobreza y castidad; éstos siguen siendo válidos, hasta que voluntariamente los anulemos.

¿Y cómo se sabe si arrastramos deudas kármicas?
Pues porque sentimos un cansancio físico extremo (totalmente lógico), sobre todo desde que llegó aquella persona nueva al trabajo; o desde que me mudé a una casa o zona concreta; o desde que tal persona me presentó a tal otra. Así es como se sienten todas estas ataduras.

Otra forma de sentir una atadura es como la imposibilidad de tomar decisiones. O sea: «Sé que tengo que salir de aquí. Soy consciente de que esto no es vida. Me estoy ahogando o hundiendo cada día más. Pero soy incapaz de tomar una decisión, y menos aún de dar un paso«. ¿Os suena esa situación? También es muy común.

Y ahora, para acabar de arreglaros el día, os comentaré que, además de todo lo que hayamos podido hacer nosotros en esta o anteriores vidas, también está lo que otras personas nos hayan podido hacer SIN NUESTRO CONSENTIMIENTO. O sea, amarres de amor, maldiciones por envidia, etc.

Y ya, la pregunta final:
¿Cómo puedo solucionar todo esto?
Pues de 3 maneras.

  1. En casa, tranquilamente, haciendo meditación e imaginando que vamos cortando lazos, quitándonos ataduras o grilletes (comprobando cada zona de nuestro cuerpo una a una), y dando las gracias con Amor por las lecciones aprendidas.
  2. Acudiendo a un buen terapeuta para que nos ayude a eliminarlas.
  3. Vibrando alto. Cuando nuestra vibración es alta, ahuyentamos los seres parásitos, y eliminamos ataduras de cualquier tipo. Haz aquello que te llena de alegría el corazón, y mantén esa felicidad todo lo que puedas.

Tu Luz hará el resto.

Listo. Hasta aquí. Perdón por la extensión. Sé que me enrollo como una persiana, pero quería que este tema quedara claro como el agua.

Como siempre, gracias por estar ahí, y saludos cariñosos,

Natividad Castejón

Jornada 8

Ey, no os quejaréis… Este año estoy que me salgo con las publicaciones del blog, ¿eh? Bueno, pues hoy toca otra vida anterior.

Tal como expliqué en la Jornada 4, en los años 2014 y 2015 me encontraba haciendo un nuevo curso de Terapia Regresiva, y a partir del 6° mes debíamos ir quedando entre nosotras para hacer prácticas.

Por aquel entonces tenía más confianza con una de las compañeras, y aproveché para explicarle un problema gordo que arrastraba desde hacía unos años. Mi problema era que me había enamorado hasta los huesos de un hombre casado, y yo sabía que aquella situación no tenía ni pies ni cabeza, pero no podía evitarlo. Mi corazón explotaba de alegría por él, y era un contínuo estado de estrés insufrible.

¿Sabes esas cosas que de joven dices «a mí esto nunca me pasará»? Pues justo eso.

Mi amiga Conchi, gran terapeuta, me atendió en su casa. Y después de hacerme una pequeña relajación, me sugirió que me concentrara en mi problema, y me preguntó qué veía.

LA TRISTE VIUDITA

Para los que no hayáis leído la Jornada 4, os diré que en estas circunstancias para algunas personas, es difícil «ver» cosas, pero es más difícil aún articular las palabras. Las imágenes llegan lentamente, y es realmente complicado describirlas. Yo, por suerte, tengo mucha capacidad para «ver», y para hablar hasta por los codos, incluso cuando no me preguntan. Cuento todo lo que veo y todo lo que voy sintiendo.

En aquella ocasión lo veía todo difuso. Era como una masa deforme de nube blanca.

– ¿Qué es lo que más te llama la atención? -me preguntó mi amiga.

Y en aquel preciso momento empecé a vislumbrar una forma concreta en medio de la nube.

– ¡Un candelabro! Veo un candelabro de plata. ¡No! Son dos.

– Muy bien, y ¿dónde se encuentran esos candelabros? -me instó con una voz suave y pausada.

Ante mí se formó una imagen más amplia y nítida.

– En una mesa. ¡No! En un altar. Sí, es un pequeño altar en una iglesia. (Miré bien a mi alrededor). No, no es una iglesia. Es una ermita. Tampoco. Es una pequeña capilla. No hay casi nada. Un crucifijo, el altar con los dos candelabros, cuatro bancos de madera pequeñitos, y dos ventanas también pequeñas. Yo estoy sentada en uno de los bancos. Estoy sola. Rezando.

– ¿Cuántos años tienes?

– Me viene que casi 20.

– ¿Y por qué rezas?

– Por mi novio. ¡No! Mi marido. Nos casamos hace unos meses.

– ¿Y qué le ha pasado?

– Se ha ido a la guerra. Como casi todos los hombres del pueblo. Me veo ahora en la plaza de un pueblo pequeño. Despidiéndome de él.

– ¿En qué país estaría ese pueblo?

– Es España. Creo que en el sur, pero también podría ser en Castilla o Extremadura.

– ¿Y en qué año estamos?

– 1900 o por ahí. Principios del siglo XX.

– ¿Y qué ocurrió?

– Estábamos recién casados. Nos vinimos con una mula y un carro a este pueblo. Por eso en la plaza estamos los dos solos despidiéndonos. El resto de la gente son familias enteras despidiendo a sus hombres. Mi esposo es alto, delgado y moreno. Muy guapo. Es él. (Me refiero al hombre del que en ese momento estaba enamorada en mi vida actual).Tiene unas facciones muy varoniles. Yo soy muy bajita en comparación. Han venido 2 camiones a recoger a los hombres por los pueblos. Dentro ya hay algunos, sentados. De nuestro pueblo se van unos 12. Somos un pueblo más o menos grande. Nos vinimos aquí porque tendríamos más oportunidades. Solo hace un par de meses que llegamos, después de nuestra boda. Casi no conocemos a nadie. Yo estoy hecha un mar de lágrimas. Tengo un mal presentimiento. Pero ellos están contentos. Les han dicho que será cuestión de poco tiempo, y luego volverán con dinero como para comprar tierras. Les han dado una gorra con borla, unas botas de piel negras, un fusil muy estrecho y un cinturón con cartuchera. Van vestidos con una camisa amarilla y un pantalón caqui. Los hay que llevan camisa blanca, pero se ve que son de otro rango superior.

– ¿Y qué más ocurre? – pregunta Conchi.

– Me quedo sola. (Siento un profundo vacío en mi interior y muchas ganas de llorar). Eso no era lo que yo esperaba en mi vida. Me veo sentada en una silla de mi casa, mirando al suelo, todos los días de mi vida.

– ¿Cómo es tu casa?

– Muy sencilla. En realidad es como un cuarto medianito. El suelo es como de baldosas hechas de barro cocido. Entrando por la puerta te encuentras de frente la chimenea, y a la izquierda, una mesa camilla redonda con un quinqué encima, y 2 sillas de madera y enea. Un retrato en sepia y negro de mi suegra en la pared, muy antiguo y muy descolorido. En la pared de la derecha hay como una encimera de ladrillo encalado, con un lebrillo para fregar los cacharros, y unas cortinas debajo, que esconden la escobilla, el recogedor, la leña, una olla de latón, y unos cántaros de barro con alimentos. Eso sería como la cocina. Sobre la encimera hay colgadas un par de sartenes y una cacerola también de latón. Y un estante de madera con 4 platos, 4 jarritas y un trozo de pan envuelto en un paño blanco. Se cocina en la chimenea, donde hay un trípode con ganchos y cosas. Y al fondo, a la izquierda, una cama mediana, y un baúl bajo la ventana. (Esto lo veía con la claridad de quien describe el dormitorio donde ha dormido siempre).

«La fachada no es muy grande. Unos 5 metros. Hay una ventana medianita (la del dormitorio), la puerta de madera pequeñita, y otra ventanita más pequeña de la zona de la «cocina». Eso es todo.

– ¿Y cómo es tu día a día?

– Muy sencillo. Hacer la cama y organizar la casa, es un momento. Me preparo algo de comer, y me siento a esperar, mirando el fuego. Alguna vez llega un giro, como del sueldo de mi esposo. Y con eso voy comprando lo que necesito. Unos huevos, el pan, el aceite, algún pollo pequeño de vez en cuando… unas zanahorias o nabos, uvas… No hay para mucho. Pero tampoco necesito más. (Siento soledad, mucha soledad, sin familia, sin amigas). Al principio, lo llevo más o menos bien. Me mantengo activa y adecento la casa, por si vuelve mi esposo, que lo encuentre todo limpio y ordenado.

«Va pasando el tiempo. Al cabo de unos meses empiezan a llegar al pueblo noticias de fallecimientos. Viene un militar a la plaza del pueblo y todos escuchamos la lista de las bajas con el corazón en un puño. Las cartas son muy escasas. Llegan una vez al mes o menos. Mi marido manda su carta junto con la de un vecino, para aprovechar el sello. La vecina me la trae, pero dice poca cosa. Que están bien, que comen mucho, y que me echa de menos. Parece que la cosa se va a alargar un poco más de lo previsto, pero que no tengo de qué preocuparme.

«Un año después empiezan a llegar algunos supervivientes. Uno cojo, otro ciego, otro manco, otro sin oreja y la cara desfigurada… Se reincorporan a la vida del pueblo haciendo lo que pueden, porque el dinero que les prometieron, no llega.

«Yo sigo esperando. Por las noches, cuando se escucha algún ruido, mi corazón pega un brinco pensando: «¿Será él? ¿Volverá cojo necesitando ayuda?». Pero el ruido pasa. No era él. Así una noche y otra. Cualquier ruido me sobresalta, un gato, una carreta a lo lejos, los cascos de un caballo, un ladrido… Un día y otro. Dormir sola es horroroso. Siento escalofríos del pavor que siento. Y las noches de tormenta no puedo ni dormir.

[Quiero hacer un inciso aquí para explicar que posteriormente a esta sesión, y durante años, cuando en terapia tenía que ir a buscar el orígen de algún miedo concreto (soledad, desesperanza, muerte, hambruna, falta de autoestima, angustia, etc…), mi alma siempre me devolvía a esta vida y a estos momentos precisamente].

– ¿Y cómo continúa esa vida? -insiste mi amiga.

– Igual. Muchos miedos. Al principio me mantengo activa y bien. Voy a hacer la colada al lavadero, preparo mi comida, hago la casa… Pero con el paso de los años dejo de hacer cosas.

– ¿Cuántos años tienes ahora?

– Creo que rondando los 40. Hace más de 10 años que dejaron de llegar hombres de la guerra. Mucho antes dejé de recibir cartas de mi esposo, igual que mi vecina. No sabemos nada. Mi presentimiento se cumplió. Estoy casi segura de que mi esposo murió. (El sentimiento de desolación es muy profundo y me estruja el corazón).

«Ya no duermo entre las sábanas. Lo hago sobre la colcha, para no tener que lavarlas. Me cambio poco de ropa. No me ocupo apenas de la casa. Me invade una tristeza que sale por las ventanas. Visto de negro desde hace muchos años. Desde que dejé de recibir cartas. Mi mente no me permite otro color.

«Alguna vecina, de tanto en tanto, me trae un platito de sopa o de arroz blanco, y con eso y un poco de pan con aceite, voy tirando. Hace como 15 años que no llega ni un real. Y yo me he abandonado totalmente. Mi vida ya no tiene ningún sentido.

«No duermo. Sigo sintiendo un miedo intenso a los ruidos de la noche. Y aún así, si escucho un caballo o un carro acercarse, pienso: «¿Será él?». Y mi corazón pega un brinco en mi pecho. Pero nunca es él. Me invade una pena muy honda, pensando que si volviera, no me reconocería. Ya no soy guapa. Y si me reconociera, seguro que ya no me querría. No sirvo para nada. No tengo fuerzas ni para llorar.

(Todo esto lo «veo» desde fuera de mi cuerpo, porque sentir todas esas sensaciones en primera persona, me estaba doliendo en el alma, y ya llevaba media hora llorando).

– ¿Y cómo termina esa vida? -quiso saber mi amiga Conchi.

– Frente al fuego.

– ¿Qué pasó?

– Pasó la vida. Tengo unos 58 años, y soy una pasita de piel y huesos. Llevo casi 40 años esperando a mi marido. Cuando entendí que nunca volvería, morí en vida. Ya no me comía ni la comida que me traían las vecinas, y casi no tenía ni fuerzas para echarle troncos al fuego.

«Una noche quise levantarme de la silla para irme a la cama, y me caí de cara. Mis piernas no tenían fuerzas para sujetarme. Me doy mucha pena, pero me veo ahí caída, delante del fuego, y solo espero que mi vida se agote como el último rescoldo de la chimenea. (Siento mi corazón negro de tristeza y dolor).

– ¿Y qué ocurre a continuación? -pregunta Conchi después de unos segundos.

– Me voy hacia arriba. Gracias a Dios. (Liberación). Veo mi cuerpo desde arriba, desde el techo, y sigo subiendo. Es casi noche cerrada, aún se ve un poco de luz, aunque en mi casa siempre era de noche. Los postigos de las ventanas no se abrieron en los últimos 10 ó 12 años. La luz me hacía daño.

– ¿A dónde llegas?

– A un lugar con mucha luz. Me ciega tanta luz. Todo es blanco. Veo gente vestida de blanco, alegre, charlando entre ellos. Yo también voy vestida de blanco ahora. Y tengo el aspecto de cuando era joven.

– ¿Puedes verlo a él?

– ¡Sí! Allí está. (Mi corazón pega un bote en mi pecho y comienzo a llorar desconsolada). ¡Es él!. Está… como jugando a las cartas.

– ¿Te ve?

– Sí. Acaba de descubrirme y viene hacia mí sonriendo, como el que no ha roto nunca un plato. (Lloro como no he llorado en mi vida). Me abraza con un sentimiento profundo de Amor, que me restaura casi por completo. Le pregunto que cómo está y me dice que muy bien, que le alcanzó una bala cerca del corazón a los 2 años de salir de casa, y murió desangrado en una calle, detrás de una barricada. Pero que lleva desde entonces esperándome. Yo me siento muy rota en comparación con él. Lo veo alegre, divertido, como era él de joven. Mientras que yo me sigo sintiendo como una viejecita endeble.

«En ese momento suena como una campanita muy dulce, y él grita: «¡Vámonos!». Yo le pregunto que a dónde, y él me dice todo contento que: «¡A Reencarnación! Ya estás aquí. Ya podemos reencarnarnos de nuevo». Yo no puedo. No tengo fuerzas. Siento que lo pierdo otra vez y se encoje mi corazón. Le digo: «Espera, déjame recuperarme». Pero ya es tarde. Se ha ido. Y yo vuelvo a sentir un vacío profundo en mi alma y en mi corazón. ¡Vaya mierda! (Lloro de nuevo. Toda mi felicidad se ha esfumado en cuestión de segundos).

– ¿Y qué ocurre entonces? -quiso saber mi amiga Conchi, poniéndome un pañuelo limpio en la mano.

– Pues no lo tengo muy claro, pero acabo de ver un brazo como de una mujer, con un camisón precioso, que cae a plomo desde la cama, inerte.

– ¿Dónde estás ahora? -se sorprende mi amiga tanto como yo.

– Pues no tengo ni idea. Pero estoy como en una casa colonial, en una habitación preciosa, con cama con dosel, de día. Y una mujer acaba de morir dando a luz. (Veo claramente un brazo vestido con un camisón fino y con puntilla, con una mano delicada, bien cuidada, sin vida ya, de un color blanco amarillento).

– ¿Qué ha pasado? ¿Cómo es que has aparecido aquí?

Y de repente me llega toda la información de golpe.
– Vale… el bebé que acaba de nacer, era mi esposo. Y a mí, haciéndome un favor especial por todos los años de sufrimiento, se me permite ser algo así como su Ángel de la Guarda en esta nueva vida. (¡Qué fuerte! Estoy en shock) Porque no estaba preparada para encarnar de nuevo, y yo misma pedí poder estar junto a esta alma. (Flipo).

(Llevábamos más de media hora de sesión, y yo creía que ya había entendido el mensaje o la respuesta que iba buscando. Pero no. Se ve que no era suficiente).

– ¿Y qué es lo importante en esta nueva vida? -me preguntó mi amiga, sacándome de mi asombro.

– Él es el niño que acaba de nacer; su madre muere en el parto; su familia es como terrateniente en sudamérica; lo cría su padre junto con una institutriz (una mujer de unos 40 años); tiene un hermano mayor que lo culpa de la muerte de su madre; nunca quiere jugar con él porque lo desprecia; es unos 3 años mayor…

«Se cría entre los estudios y las cuadras, porque le apasionan los caballos; yo lo vigilo de cerca, porque le encanta meterse en líos; su hermano mayor se vuelve un borracho hasta el punto en que su padre deja de confiar en él; a los 13 años su padre acuerda su boda con una niña de 5 años de buena familia, se casarán cuando ella cumpla los 15; él acepta todo lo que el padre decide; el hermano se mete en una pelea con 17 años, llega a casa muy malherido y muere de unas fiebres; él se acaba encargando de todas las tierras junto con su padre, que le enseña buenos valores…

«Su misión, básicamente, es ir por las aldeas que componen su «feudo» para ver qué necesitan los campesinos: una mula nueva, una vaca, un arado, un par de cabras, semillas, una alberca nueva, etc.; y un par de veces al año, pasar a cobrar las rentas. La gente, en general, lo quiere. Prefieren tratar con él que con el padre, porque es más benevolente y les consigue lo que piden.

«Ya no necesita tanto de mi ayuda, porque está sentando la cabeza; pero para mí es un verdadero placer «vivir» esta vida junto a él, después de echarlo tanto de menos. No me canso de velar su sueño.

«El día de su boda se casa, como estaba previsto. Una boda por todo lo alto. La niña es preciosa. Es su mujer actual. Pero es de armas tomar. Es caprichosa y muy exigente. Se traslada a la gran casa de su esposo, y no deja títere con cabeza. Lo cambia todo. Lo reordena todo. La institutriz ya es una mujer mayor, y se marcha de la casa.

«Él pasa poco tiempo en casa. Prefiere estar por ahí montando a caballo, que escuchando las quejas de su esposa. Se escuda en que «es su trabajo», pero no es verdad. Prefiere que sea su padre quien lidie con sus niñerías. Dice: «¿No la eligió él? Pues que la aguante él».

«El padre le echa en cara que necesitan un heredero, y él (obediente) se pone las pilas. La niña se queda embarazada, y se trae una tata de su casa, porque se siente muy sola. Y con razón. Él le presta muy poca atención. Yo en esas cosas no puedo intervenir. Lo tengo prohibido. Solo puedo «sugerirle» el mejor camino, pero las decisiones las tiene que tomar él. Le susurro mientras duerme, y se me llena el alma de alegría si alguna vez sonríe mientras sueña. Ya es todo un caballero.

– ¿Qué más?

– No estaba en casa cuando nació su hija. Me da mucha pena. Es una criatura preciosa. Su padre habla seriamente con él sobre sus obligaciones conyugales y como padre, y él empieza a estar más tiempo en casa con su esposa y su niña. Aprende a disfrutar de estar en familia, pero parece que le pese. Empieza a beber.

«Un año después nace un niño, y él es verdaderamente feliz. Piensa: «Ya he cumplido». Ahora parece que le presta más atención a su familia. Su padre está encantado con el niño y pasan mucho tiempo juntos.
La niña es una damita preciosa.

«Cuando el niño tiene un par de añitos, la esposa coge unas fiebres y tiene que meterse en cama. Y él contrata una institutriz para los niños, que se crían entre ésta y la tata. Él vuelve a pasar la mayor parte del tiempo fuera, y bebe más. Me da mucha pena. La esposa muere en la cama casi un año después de enfermar.

«Él empieza a pasar las noches fuera, en el burdel, y descuida sus obligaciones. Su padre ya no sabe cómo hablar con él. Se desespera. Y acaba cayendo enfermo también. Los niños van creciendo. Ya están los dos prometidos. El niño acompaña al padre de vez en cuando para ir conociendo el oficio..

– ¿Y cómo acaba esa historia?

– Mal, como se esperaba. Una noche volviendo del burdel, cantando, todo borracho, medio calvo y gordo, con unos 43 años, el caballo se asusta en el bosque y lo tira. Él cae mal y se hace daño, pero como está borracho, ni se entera. El caballo se queda cerca de él. En casa no se enteran de nada, porque a veces no vuelve a dormir. Y muere más de frío, que de la lesión. Qué pena. Siento que como Ángel de la Guarda, no he podido hacer más. Su cabezonería era más fuerte. Pero estos 43 años se me han pasado en un suspiro.

– ¿Te gustaría tener ahora una entrevista con él?

– Pues la verdad es que sí.

Mi amiga y terapeuta convoca ‘aquí y ahora’ al alma de quien hoy es ese hombre. Y yo lo veo venir hacia mí con los brazos abiertos y sonriendo, y se me derrite el corazón. Pero soy fuerte y le levanto una mano para pedirle que no se acerque más.

– ¿Qué te gustaría decirle?

– Pues… que me encanta habérmelo encontrado en esta vida, pero que las cosas ahora son diferentes.

– Díselo, díselo. Háblale de tú a tú -me anima mi amiga.

Bajo la cabeza en mi visión, y cuando la levanto, busco fuerzas para decirle:
– Sé que en otras vidas hemos sido pareja, y seguramente volveremos a coincidir en otras más. Pero en esta vida, ni tú eres mi esposo, ni yo soy ya tu Ángel de la Guarda. Así que te pido por favor que me dejes seguir mi camino, y sigue tú el tuyo. (Hizo un gesto como de ir a hablar, pero no se lo permití). Ahora entiendo esa sensación que me coge, como de que no voy a poder vivir sin ti. Y ahora veo que no es real. En otra vida sufrí mucho, lo indecible por ti; pero en esta vida, ese sentimiento no es real, es solo un recuerdo.

Vi una especie de cordón brillante que unía su corazón al mío, y lo corté con seguridad. Le dije:
– A partir de ahora, ambos somos libres. No nos debemos nada. Nuestra cuenta está saldada. Por favor, no me busques más problemas. En esta vida no toca. Acéptalo.

– ¿Lo ha entendido? -preguntó Conchi tras un par de segundos de silencio.

– Creo que sí. Lo veo triste, pero resignado.

– Pues despídete de él con cariño, agradeciéndole su presencia en esta sesión. (Lo envolví de amor y lo vi desaparecer). Y ahora vuelve poco a poco a tu estado de consciencia normal.

Abrí los ojos y lloré junto a mi amiga. Ahora lo entendía todo. Por qué me era tan difícil decirle que no a algo, y por qué él creía que me necesitaba en su vida.

Después de este trabajo no volví a saber nada más de él. No tuve que reunir en la vida real el valor necesario para pedirle, por favor, que no me volviera a llamar, ni a interceptarme por la calle. La sesión surtió efecto, como si esa última conversación se hubiera mantenido cara a cara en la vida real.

Desde aquí, gracias y perdón. Agradezco profundamente a mi amiga Conchi su increíble trabajo, y pido perdón a todas las personas a las que pude hacer daño.

Por amor, amé. Y por amor, me retiré.

Gracias.

Jornada 7

IMPORTANTE: Aconsejo leer las jornadas por orden. Esta es la segunda vida anterior que comparto en este blog, y en la primera (Jornada 4) hay algunas aclaraciones que no voy a repetir aquí para no hacerme pesada.

La historia que voy a contar hoy fue el resultado de una sesión de terapia con mi amiga y terapeuta Mariló, aproximadamente en 2017.

No recuerdo exactamente lo que íbamos buscando, pero podría ser algo así como mi Amor Propio.

Mi amiga Mariló hace muchos tipos de terapia, dependiendo de lo que el paciente necesita. Así que después de colocarme diferentes agujas de acupuntura en la oreja derecha, y de hacerme una pequeña relajación, me preguntó qué veía… y esto fue lo que salió.

EL BUEN ALEMÁN

– Soy un hombre mayor. Tengo unos sesenta y algo de años. Estoy en una residencia, aburrido. Creo que es verano, porque los ventiladores del techo están funcionando. Y yo voy todo descamisado, con una camiseta blanca de tirantes debajo.

– ¿En qué año estamos?

– No lo veo con claridad, pero me viene 1958.

– ¿Y en qué país estamos?

– Eso sí lo veo bien. Es Alemania. Estoy en un pueblo a las afueras de Berlín. Pero no es una residencia. Es un hospital militar. Para veteranos. Todos somos hombres. Y las enfermeras llevan el pelo recogido en un moño, y una cofia en la cabeza. Son muy amables y simpáticas. Y muy guapas. Tienen que lidiar todos los días con nuestras malas intenciones.

-¿Y qué haces tú ahí?

– Es mi sitio. Soy veterano de guerra. No tengo familia. Y aquí estoy bien cuidado. Aunque hace días que no me afeitan. Estoy fumando un cigarrillo en un balconcito al atardecer. Dentro de poco entrará la enfermera con la bandeja de mi cena. La comida no es muy buena, pero esta paz lo compensa todo.

– ¿Qué pasó en tu vida? ¿Cómo acabaste aquí? Da un salto al pasado y cuéntame qué pasó.

Respiro profundamente. Las imágenes son muy borrosas. Pero de repente…

– Soy un niño. Tengo 2 añitos o así. Soy muy rubio. Estoy corriendo por la hierba y jugando con mi mamá -siento una emoción muy fuerte al ver a mi madre. 

– ¿Cómo es tu mamá?

– Es morena. Alta. Muy guapa. Y hay un sentimiento extraño. Soy consciente de que mi madre podría odiarme, y con motivos, pero no me odia. Me ama mucho.

– ¿Qué quieres decir?

– Creo que soy fruto de una violación. Mi madre no dio su consentimiento. Pero me ama, y yo se lo agradezco mucho. Hay más niños como yo. Rubios y sanos. Corriendo y jugando en esa explanada verde. Y hay un soldado vigilando.

«Suena una sirena. Las mujeres se ponen nerviosas y recogen a sus hijos entre gritos. Se acerca un camión, y el soldado ayuda a las mujeres y a los niños a subir a ritmo de gritos. No me gusta nada. Mamá no grita.

– ¿Qué pasa a continuación?

– Estamos todos en una especie de búnker. En una montaña cercana. Hay una rendija horizontal a modo de ventana y respiradero. Cada madre abraza a su hijo, sentadas en el suelo alrededor, con la espalda pegada a la pared. Muchos niños lloran y algunas madres también. Todas son morenas y bastante guapas, aunque no tanto como la mía. Hay también dos soldados con armas vigilando y gritando para que se callen.

«A lo lejos se oyen explosiones, y las mujeres gritan. Pero mi madre no. Ella respira tranquila, manteniéndome pegado a su pecho. Yo me recuesto en su hombro e intento dormir aislándome de los gritos. Mi mamá me abraza y me dice: «Tranquilo, cariño. Todo está bien. Duerme un ratito». Y sus palabras son serenas, como los latidos de su corazón. Sé que me ama profundamente. Y que no dejará que me pase nada malo. Y me duermo. Siento su amor muy intenso, traspasándome el corazón. Es una sensación muy fuerte. (Lloro).

– Sigue un poquito más adelante, hasta el siguiente momento importante.

– Puesss… Ahora tengo unos 6 años. Mamá me ha arreglado muy bien, y ella también se ha puesto su mejor ropa. Lleva un bolso pequeño en el codo, con los guantes en una mano, y a mí me coge fuerte con la otra. Lleva toda la mañana llorando y diciéndome cosas, pero no le he prestado mucha atención. Cogemos un autobús… no, un tranvía. Hace frío. Yo llevo un pantalón corto. Nos bajamos delante de un edificio imponente, grande, todo de ladrillo rojizo.

– ¿Qué sitio es?

– No lo sé. Pero mamá está muy nerviosa. Me agarra fuerte de la mano, pero mantiene la compostura. Está muy elegante. Se ha pintado los labios.

«Por dentro el edificio es más imponente todavía. Los techos son muy altos y de frente hay una gran escalinata como de mármol blanco, con barandas también de piedra.

«El soldado de la puerta le ha hecho un gesto con la cabeza, insinuándole que suba. Arriba hay una mujer gorda y seria, vestida con uniforme militar, con falda a media pantorrilla. Parece estar esperando a mi madre. Las puertas de madera están muy ornamentadas y brillantes.

«Al llegar arriba, sin decir palabra, la soldado comienza a caminar delante de nosotros con paso enérgico. Los pasillos son muy amplios y los suelos están muy limpios. Y mi madre casi me lleva en volandas por no perder el paso de la mujer. Llegamos a una puerta. La abre y extiende un brazo para indicarnos que pasemos. Yo ya voy agotado, pero mamá parece que mantiene la calma. Lleva el pelo recogido con una redecilla, y un sombrerito.

«La sala es enorme también, con unos grandes ventanales a la derecha por donde entra la claridad de un día nublado. A la izquierda hay una mesa de escritorio con un señor mayor sentado detrás, y otra mujer de uniforme de pie cerca de él, pero detrás. Todo el mundo está muy serio hoy. La habitación es tan grande, que el escritorio parece ridículo. No hay decoración, aparte de un cuadro con el retrato de un señor, y la bandera. Siento miedo.

«El hombre le dice a mi madre: «Tome asiento, señora», sin levantar la cabeza de los papeles. Abre un expediente y dice: «Así que este niño es…». «Hans», termina mi madre. Yo estoy sentado en otra silla de madera, y no entiendo nada. La soldado me mira muy seria. El señor me mira por encima de los lentes. Me escrutina, y vuelve a los papeles. «¿Sabe leer y escribir?», pregunta. «Un poco», responde mi madre. El hombre la mira como enfadado, y le dice sin alzar la voz: «Era su responsabilidad». Mi madre no responde.

«A continuación el hombre comienza a hacerle todo tipo de preguntas sobre mí: mi fecha de nacimiento, mi peso al nacer, mi alimentación, mis deportes, mis preferencias… Mi madre responde a todo con fluidez, pero el señor la mira a veces con desaprobación. Yo sigo sin entender nada.

«Al cabo de un momento el señor termina de hacer una serie de anotaciones y pone un sello que resuena en toda la sala. Le pasa el expediente a la soldado, y me dice: «Ven conmigo», mientras me acerca la mano. Yo estoy temblando de frío y de miedo, y me abrazo a mi madre. Ella me abraza llorando, me da varios besos en la cabeza, y después me separa mirándome a los ojos: «Sé fuerte, cariño. Y demuestra que te he dado una buena educación». Aquello no me suena nada bien, y grito: «¡No, no, no! ¡Mamá!», mientras me agarro a su cuello. Pero la soldado me grita: «¡Ya está bien, jovencito! Tienes que venir conmigo. Ahora perteneces al Ejército de Alemania».

«Lloro con desesperación, pero la mujer me coge fuerte del antebrazo, y me arrastra sin más palabras, mientras mi madre me observa llorando y me dice adiós con su mirada. 

(Lloro en la vida real, tumbada en la camilla, con mi oreja derecha caliente y con punzadas. Es muy doloroso).

– ¿Cómo continúa esa historia? -me pregunta Mariló tranquila. Yo intento recomponerme.

– Nada. Me llevan a una habitación grande y fría, llena de camas. Y me dan un uniforme militar que me está un poco grande. Aquella ropa pica mucho. Y esa es la única ropa que vestiré de ahora en adelante. Nadie vuelve a darme un beso ni un abrazo. Voy todos los días a una escuela donde todos somos muy parecidos, rubios y con ojos azules o grises. Lo hacemos todo bajo la vigilancia de los soldados. No vuelvo a ver a mi madre nunca más. Por las noches lloro mucho, como algún otro. Pero pasan los años y la vida.

– ¿Y después?

– Después, nada. Me convierto en soldado, que es lo que se esperaba de mí. Y ahora vuelvo a estar otra vez en el hospital militar, con sesenta y pico años.

– ¿Qué ha pasado en estos años?

– No lo recuerdo bien. O quizás es que no lo quiero recordar. No he tenido esposa, ni creé una familia. Por eso estoy aquí. Olvidado por el sistema y por todos.

– ¿Y cómo se termina esa vida?

– Unos días más tarde. Estoy sentado como en una butaca, en mi habitación. Y siento un dolor fuerte en el pecho. Es tan fuerte, que no puedo ni gritar. Me agarro el corazón y me resbalo del asiento hasta caer al suelo de cara. Me he orinado encima. Me doy asco.

– ¿Cómo sales de tu cuerpo?

– No lo sé… ya he salido. Me veo desde fuera, como si estuviera de pie a un par de metros de distancia.

– ¿Y qué haces a continuación? ¿Te vas con la Luz? ¿O te quedas?

– Pues de momento me quedo al lado de mi cuerpo. Me doy como lástima. Ahí, solo, tirado… Esperaré hasta que me vea alguien y se ocupen.

«Entra una enfermera y me ve tirado. Y se pone a gritar buscando ayuda. Ya está. Ya me puedo ir tranquilo.

– ¿Cómo ha sido esta vida? -pregunta mi amiga.

– Mala -me sale sin pensar-. Sin sentido. Vacía. Lo único hermoso fue mi madre, y casi no la recuerdo ya. Hice lo que se esperaba de mí. Siento como que fui un experimento. Cumplí con todo lo que me pidieron. Llevé mi bandera con orgullo. Fui a la guerra y maté en nombre del sistema. Fui un buen soldado. Pero me siento vacío. Una vida perdida.

– ¿Y qué haces a continuación?

– Me voy. No me da ninguna pena dejar ese cuerpo.

– ¿A dónde llegas?

Tardo un rato en responder, porque lo que estoy viendo no es el típico lugar donde he llegado en otras ocasiones, y necesito crearme un escenario.

– ¡Uufff! ¿Qué sitio es este? -me pregunto a mí misma-. Es como un anfiteatro… como un circo romano… 

«Es una grada de forma circular, como para unas 200 personas… no es muy grande. Es de noche. Y yo llego con mi forma de humano, de militar sesentón retirado. Hay unas 40 personas sentadas en diferentes sitios alrededor de la «arena». Pero lo que hay en el centro, es una gran bola de cristal, de estas que tienen como corriente dentro, que cuando acercas las manos te da un chispazo… Pues algo así, pero como de 5 metros de diámetro. Y suelta rayos de color violeta que a veces llegan hasta el corazón de algún indivíduo.

Yo me estoy quedando a cuadritos, y deduzco que mi amiga también, porque esto no tiene nada que ver con lo que nos hemos encontrado en otras ocasiones al ascender.

– Me siento en esa grada alejado de los otros, como preservando mi intimidad. Me da cosa mezclarme con esos desconocidos. Y en algún momento empiezo a sentir las pequeñas descargas que también llegan hasta mi corazón. Son cálidas y dulces. 

Por un momento pienso si estarán reparando mi corazón para que vuelva de nuevo a mi antiguo cuerpo, y suelto:

– ¡Que no quiero volver! ¡Que no vuelvo!

Pero mi amiga me dice:

– Tranquila. Fíjate bien en lo que está pasando.

Y pongo atención. Esos rayos que de tanto en tanto me alcanzan, están reparando mi alma. Cuando observo ahora a los demás, ya no los siento tan diferentes de mí mismo. De hecho, al cabo de un tiempo indeterminado, soy capaz de ASUMIR que todos somos UNO solo.

– Me siento feliz. Creo que llevaba tanto tiempo siendo infeliz, que ya no recordaba lo que era la felicidad. Ahora veo que era un amargado. Creo que no superé aquella separación de mi madre. Pero ahora estoy entendiendo que todos los que formaron parte de mi vida, eran yo. Todos fueron diferentes facetas de mí mismo. No fueron ni mejores ni peores que yo. Fueron yo mismo. SON yo mismo.

«Ahora podemos mirarnos a la cara unos a otros y sonreírnos, como se sonríen los amigos que se quieren de verdad. Nos reconocemos. Somos todos lo mismo. Amor. No hay otra cosa. Solo Amor.

«Cuando nos sentimos preparados, y ya con el corazón lleno de alegría, nos vamos levantando para dirigirnos a otro lugar. Ya no tengo cuerpo. Ahora mi cabeza es como el chisporroteo de una cerilla al encenderse, y mi cuerpo es como una estela de luz azul, como la llama de un hornillo de butano. Y todos los que nos vamos levantando somos así. Somos etéreos. Y a los que van llegando los vemos como sombras oscuras y densas.

– ¿Y a dónde vas después? -pregunta Mariló.

– No sé. Yo me he juntado con otro que parecía que sabía a dónde íbamos. Lo sigo contento. Y vamos como charlando.

– Pues pregúntale a ese.

– Me dice que vamos a descansar. Y entramos en una especie de estadio, donde todos son iguales a nosotros: con la cabeza chispeante y el cuerpo una estela de luz azul.

«Hay reuniones de grupitos. Los oigo reír y saludarse. Me dice éste que son grupos de almas que se reconocen y se esperan unos a otros para coincidir en las diferentes vidas. Le pregunto si estará mi madre por allí, y me dice que le pregunte a los guardas. Se va. Ha encontrado a su grupo de almas, y se va contento. Lo despido con agradecimiento.

– ¿Hay guardas?

– Pues se ve que sí -respondo echando un vistazo con curiosidad-. Hay almas por todas partes. Todas son iguales. La mayoría están como en las gradas del estadio. Pero hay otras dispersas o en grupos por lo que sería el terreno de juego. Qué gracioso…

«He visto dos cabezas que van juntas y chisporrotean más blanco y más intenso que las demás. Creo que son los guardas. Les pregunto si podría localizar allí al alma de la que fue mi madre en mi última vida, y me dicen que sí. Ahora veo otra cabeza chisporroteante que se acerca hacia mí flotando, moviendo su estela azul. Es todo dulzura. (Lloro) ¡Es ella! La reconozco por su serenidad y su amor. (Lloro más).

– ¿Cómo es reencontrarte con tu madre?

– ¡Es increíble! Nuestras cabezas chispeantes se ponen a dar vueltas en círculo, mientras nuestras estelas azules se relían como un tirabuzón. (Me río). Es lo más parecido a un abrazo, pero sin brazos. Somos como un pequeño huracán azul.

– ¡Qué bonito! -exclama mi terapeuta al sentir la escena y la explosión de Amor.

– Sí (lloro y me río a la vez, sintiendo la preciosa energía de mi madre), la echaba de menos… Dice que está muy orgullosa de mí. Que fue una prueba muy difícil. Una vida muy dura. Pero que no tiré la toalla y no me rendí. Por lo visto, tenía que experimentar esa ausencia total de amor… (Lloro) ¡Qué duro! ¡Qué difícil vivir así, sin rastro de Amor, después de haber conocido el más puro, el de mi madre!

– ¿Y qué lección te enseña todo esto? -me pregunta.

Que no merece la pena vivir una vida, si no es para disfrutar y compartir AMOR.

Fin de la sesión.

Mi terapeuta y yo llorando como dos magdalenas y abrazándonos sintiendo en nuestros corazones esa punzada tan especial que nos da el AMOR, sea del tipo que sea.

Gracias, Mariló. Te Amo.

Jornada 6

Hace unos días, revisando mis artículos, descubrí uno que se encontraba sin terminar. Y como me pareció que el tema era suficientemente importante, lo terminé sobre la marcha y os lo dejo aquí. Esta vez no os quejaréis, ¿eh?

EL TRABAJO DEL PACIENTE

Cuando recibo a un paciente en mi consulta (con un problema X) lo primero que hago es hacerle una serie de preguntas para saber en qué punto nos encontramos, y ahondar en los motivos que lo han traído hasta mí.

Durante el transcurso de la entrevista suelen salir a relucir otros temas que también requerirán tratamiento, a menudo incluso más urgentes que el motivo principal.

Si luego la sesión es fluída, suelo incluirlo todo en una misma sesión, ya que hay soluciones que solo requieren de un momento de lucidez e iluminación.

Sin embargo, lo que muchos pacientes ignoran, es que después de la sesión, ellos mismos tienen también un trabajo importante que llevar a cabo, pues de ese trabajo depende que se consigan cambiar conductas y patrones de comportamiento muy arraigados, y por lo tanto, sacarle todo el partido a una sesión de terapia.

Voy a poner un ejemplo, que parece que siempre se entiende mejor…

Imaginemos que el problema principal que trae a un paciente a mi consulta, es la mala relación con otra persona (sea un familiar directo, un compañero de trabajo, un jefe, etc.).

Durante la entrevista aparecen más relaciones difíciles durante la infancia, lo que me lleva a pensar que se trata de un patrón que se repite.

Lo primero es volver a la infancia a resolver, desde el nivel de conciencia actual, las relaciones que en su día parecieron o fueron realmente dolorosas, para a continuación «enfrentarlo» a la relación conflictiva actual desde un nivel de conciencia superior, al que se llega a través de la hipnosis.

Cuando el paciente regresa a su realidad del día a día, a pesar de que algo ha cambiado en su interior, la costumbre de reaccionar de una misma manera es muy poderosa, y requiere de toda su voluntad para tomar el control de la nueva situación.

Se sabe y es de público conocimiento, que los cambios tardan 21 días en surtir efecto a nivel neuronal.

Si ante un problema A, siempre hemos reaccionado de la forma B, nos cuesta 21 días acostumbrarnos y automatizar la nueva respuesta C que queremos en nuestra vida.

Eso significa que si no ponemos toda la voluntad por nuestra parte, el conteo de los 21 días no comenzará nunca.

Hay pacientes que me dicen: «Sí, si yo lo tengo claro. Y he notado un cambio grande en la forma de ver la situación. Ya no me duele como antes y tampoco me afecta como antes. Pero tengo la costumbre de responder así».

A eso me refiero. Exactamente a eso. La fuerza de la costumbre. Contra ella es contra lo que tenemos que luchar. Tenemos que CREAR un nuevo modelo de respuesta, un nuevo proceso cognitivo, y tenemos que mantenerlo de forma consciente para que 21 días después nos salga de forma automática.

Hay veces en que puedo ayudar con esa automatización, pero hay veces que no. Y por eso es tan importante la voluntad del paciente, pues juega un papel fundamental en el buen fin del propio tratamiento.

Hasta aquí, ya no me extiendo más. Mucho ánimo a todo aquel/aquella que esté pasando por un cambio significativo en su vida, y muy especialmente a mis pacientes.

Saludos cordiales,

Natividad Castejón

Jornada 5

Me vais a matar. Lo sé, y lo entiendo. Hace como 2 años que no paso por aquí. Mi excusa es que pienso que no me lee nadie, y luego descubro que hay gente que me comenta cosas que le han gustado o no de esta página web a la que voy dirigiendo a mis seguidores en facebook o Instagram. Saludos a todos ellos.

Y como ofrenda, aquí os dejo un nuevo artículo que he escrito, después de 3 años sin coger un bolígrafo.

CÓMO SUPERAR UN TRAUMA

Un trauma es una experiencia dolorosa vivida en esta u otras vidas, que condiciona nuestro pensamiento y/o comportamiento.

A ver… Hago hincapié en lo de «otras vidas» porque hay personas que tienen un trauma (por ejemplo) con las alturas, cuando en esta vida nunca han tenido ninguna vivencia importante al respecto.

A lo mejor han vivido toda la vida en un bajo o un primero, pero no pueden subirse a una escalera de mano más de un metro y medio, porque se marean. Y no hablemos ya de asomarse por un balcón o ventana de un primer piso hacia arriba, porque se desmayan solo con pensarlo.

Es evidente, en estos casos, que el trauma no estaría en esta vida, sino en una anterior.

Pero al margen de esta aclaración, una vez puestos «nombre» y «cara» a un trauma que marcó un antes y un después en la vida; hay tres cosas que una persona puede hacer con él, además de usarlo como explicación y pretexto a su comportamiento actual o su carácter.

A saber:

1. Enmarcarlo y colgarlo en la pared.

Esto es: me lo pongo en un lugar visible donde pueda revivirlo todos los días mientras me compadezco, con el consiguiente aumento de cortisol en mi sangre; admitiendo como válida la culpabilidad de otros que conocen mi tema, y aún así me meten el dedo en la llaga una y otra vez; y observando como mero expectador cómo mis órganos vitales se van deteriorando poco a poco a causa de ese chute de cortisol que me administro yo solit@ cada vez que contemplo mi herida, o me la muestran los demás.

2. Guardarlo en un cajón y olvidarlo.

La mente humana tiene un mecanismo muy poderoso para superar un trauma y es borrarlo todo. Borrar acontecimientos concretos, días, meses o años enteros de la vida de una persona para poder continuar sin ahogarse en la pena. Amnesia selectiva, se llama. O sea, que voluntaria o involuntariamente, lo borro todo, no existió, y mi vida continúa como si nada. Podría estar hablando directamente con mis «verdugos», porque en mi cabeza no ocurrió nada destacable, pero sí se me enciende un piloto rojo que no llego a comprender del todo.

3. Tratarlo como una tarea y gestionarlo.

Cada trauma es una lección. Está ahí para entender algo. Podemos vivir con él, contra él, además de él, detrás de él… o superarlo. Para ello, le dedico el tiempo necesario; lo miro cara a cara (desde el amor, si es posible), lo enfrento con valor; le exprimo la lección que traía para mí; le pido perdón o perdono a todos los implicados (incluíd@ yo); y la integro en mi corazón, para que nada ni nadie me vuelva a meter el dedo en esa herida.

Esta última opción, qué duda cabe, requiere de una dosis muy alta de capacidad para enfrentar los hechos y personas involucradas. Un arrojo y un coraje que no todo el mundo posee, o que aún teniéndolo, no están dispuestos a revivir una situación, ya sea por orgullo o por miedo al resultado final.

Por todo esto, una persona que es capaz de acudir a terapia (es decir, elegir la opción 3), ya tiene un recorrido hecho. Ya ha superado las opciones 1 y 2. Ya ha pasado la fase de víctima, y la fase de «aquí-no-ha-pasado-nada»,  para centrarse en la lección real que trae consigo una vivencia. Y no todos están capacitados para llegar hasta aquí.

Las personas que se acercan hasta mi consulta son verdaderos toreros, y desde aquí les muestro mi más profunda admiración. Puede que la solución y la liberación no lleguen con una sola sesión, pero te aseguro que llegan. Y cuando esto sucede, se convierte en la más maravillosa de las experiencias.

Namasté.

Gracias y saludos,

Natividad Castejón

Jornada 4

Parece que esto va a ir con cuentagotas. Se nota que ponerme ante el teclado no es una de mis preferencias. En fin… tal como prometí en la presentación, voy a pasar a relatar una de mis experiencias personales con la Terapia Regresiva.

LA DULCE POSADERA

Cuando en 2014 salí de mi trabajo en la banca, me decidí a estudiar de nuevo, y sacarme un título más de Terapia Regresiva en Málaga. Las nueve chicas que habíamos quedado a partir de la sexta jornada, debíamos quedar entre nosotras para ir haciendo prácticas.

Como yo ya tenía bastante experiencia, me prestaba para hacer de paciente y que mis compañeras hicieran de terapeutas.

Debo advertir que cuando una persona está bajo hipnosis, cuesta hablar. Las palabras se articulan con dificultad, y se expresa todo con el mínimo esfuerzo, con frases cortas. Es mucho más lo que se siente, que lo que se cuenta. Yo, personalmente, hablo mucho porque tengo facilidad para «ver», pero no es lo habitual. Esto ocurre en 1 caso de cada 20 pacientes.

En esta ocasión, después del ratito de relajación, al preguntarme la compañera dónde estaba, me vi en un camino de tierra, sola, delgada, con apenas un vestido de tela de saco, hambrienta. Era un amanecer y hacía frío.

— ¿Cuántos años tienes?- me preguntó.

— Creo que 16.

— ¿Y a dónde te diriges?

— Pues no lo tengo muy claro, pero creo que estoy en el camino de un pueblo, y espero llegar a él. Voy descalza (sentía profundamente el frío de la tierra bajo mis pies).

— Sigue un poco más adelante.

— Sí. Ya he llegado. Estoy ahora en la plaza de un pueblo. Hay mercado. Ya hace más calor. Hay solecito. La temperatura está mejor. Hay una fuente en el centro de la plaza. Y alrededor de la fuente están los diferentes puestecitos. Las mujeres gritan sus mercancías. Los niños juegan al pilla-pilla y a tirarse agua de la fuente. Una mujer llena un cántaro con agua. Hay mucha alegría y mucha vida. Un herrero martillea un yunque. Yo no estoy acostumbrada al ruido. Se ve que vivía sola, o con algún familiar ya anciano.

— ¿Qué haces después?

— Me fijo en la posada. Hace esquina. Allí debe haber comida. Tengo mucha hambre. Llevo varios días sin comer apenas nada. Sale un olorcito rico, como de chorizo o panceta a la brasa. Ese olor llena toda la plaza. Hay como soldados a caballo que cruzan la plaza despacito, pero nadie se asusta. Se ve que es normal. Me dirijo a la posada.

— ¿Cómo es la posada?

— Toda de madera. Al entrar siento un olor como a grasa añeja mezclada con vino rancio y barricas de madera. Le pregunto al posadero si me daría de comer a cambio de trabajar allí. El posadero es un hombre de unos 35-40 años, casi calvo y con una gran barriga cubierta por un delantal sucio. Me mira de arriba a abajo. No cree que yo pueda trabajar. Estoy demasiado flaca como para acarrear un cántaro de agua, siquiera.

— ¿Entonces, qué haces?

— Se apiada de mí. Me lleva a la planta de arriba, por una escalera de madera que cruje. Hay 3 ó 4 cuartos, muy pequeños, pero suficientes para descansar. Me mete en uno de los cuartos. Está oscuro. Abre las ventanas y se llena de luz. Huele a rancio y a sudor, pero no me importa. Hay una especie de catre con un colchón que parece hecho como de mantas dobladas y otra más cubriéndolo todo. Yo estoy muy agradecida. Por fin podré descansar un poco. Antes de salir, el posadero coge una jarra grande de latón que había junto a una palangana de porcelana, y se la lleva.

«Me asomo a la ventana. Da a un callejón, pero mirando a la izquierda se ve parte de la plaza y se escucha el griterío de la gente. Me siento muy feliz y dichosa. No sé qué espera de mí el posadero, pero parece que quiere darme una oportunidad. No habla mucho, pero parece buena gente. Cuando vuelve, trae la jarra llena de agua y un plato de madera con un trozo de tocino y otro de pan. Lo deja encima de la cama. Y junto a la jarra deja también un retal grande de paño que podría parecer una toalla. Me dice «Lávate, come y descansa. Cuando te despiertes, baja».

— ¿Qué ocurre después?

— Me hincho de dormir. Creo que he dormido todo el día. Bajo ya muy de noche. La posada está llena de hombres sentados en las grandes mesas. Son muy escandalosos. Gritan y beben vino en jarras de latón. Hay pequeñas antorchas o candiles encendidas en las paredes. El posadero va y viene por entre las mesas llevando jarras y cazuelas con trozos de carne y chorizo. Hay una gran hoguera en una chimenea, en una esquina. La puerta se abre y se cierra continuamente, y los hombres entran y salen. Huele muy fuerte, a sudor y a vino. Cuando me ven bajar la escalera, comienzan a gritar y a silbar. Creo que piensan que soy una putilla.

«El posadero me ve y me hace una seña para que me acerque. Me da una bandeja con 4 jarras de vino y me dice que las lleve a la mesa de la ventana. La bandeja pesa mucho, pero yo quiero estar a la altura y me esfuerzo. De camino a la mesa, todos los hombres me tocan el culo o me dan una palmada, pero yo casi no tengo culo, y empiezan las bromas. «¡¡A ver si le das de comer, que la tienes en los huesos!!», grita uno, y todos ríen la gracia. Empiezo a temblar, de frío y de nervios. Sigo llevando el vestido de tela de saco.

«El posadero se da cuenta de mi miedo, y cuando vuelvo a su lado me dice: «Quédate detrás de la barra. Estarás más segura». Me da un delantal cochambroso, y empieza a pedirme «¡Dos jarras y un plato de tocino con pan!». Todo está más o menos a la mano. Él se mueve con agilidad entre las mesas, a pesar de la barriga y los kilos. «Dale la vuelta a las costillas y dame más pan». Él lo va controlando todo, y yo empiezo a cogerle el truco a dónde está cada cosa.

— Sigue un poquito más adelante. Vete al siguiente momento importante.

— Pues… estoy embarazada.

— ¿Cuántos años tienes ahora?

— Creo que 18 o así.

— ¿Y dónde estás?

— Sigo en la posada. El posadero es un buen hombre. Ya me he hecho con los mandos de la cocina y de las barricas. Yo sigo trabajando del mostrador hacia adentro y él lo hace por fuera.

— ¿Os habéis casado?

— Eee… no. No recuerdo boda ninguna, pero sé que mi hijo es de él. Vivimos como una pareja. Yo ya estoy bastante más repuesta, además de la panza, mis brazos y mis piernas dicen que estoy bien alimentada. El posadero me mira con cariño, y si algún tío se mete conmigo, le suelta dos frescas, o lo pone de patitas en la calle. Siempre me ha protegido. No habla mucho, pero sé que me quiere.

«En la posada hay mucho trabajo todos los días. El único descanso es el domingo por la mañana, cuando la gente está en misa. Pero luego los hombres vuelven. Muy arreglados. La mujeres nunca entran, salvo alguna que venga en busca de su marido por algún motivo, pero si no es urgente, mandan a algún niño. Y yo no salgo mucho a la calle. Nos lo traen todo: el pan, las carnes, el vino… Yo solo salgo a la calle para ir a por agua a la fuente, para fregar los cacharros y el suelo.

«Mi vida es tranquila y apacible. Monótona, pero soy muy feliz.

— Pues vete al siguiente momento importante.

— Mi hijo ya ha nacido. Nació allí, en la posada. Ahora debe tener unos 8 meses, y es un niño muy bueno. Él está en una especie de moisés a mi lado mientras trabajo. El posadero está muy orgulloso. En la posada nunca hay descanso. Cuando el bebé tiene hambre, me saco la teta sin pudor y lo acarreo durante un rato a todas partes. Come bien, es muy tragón. Y luego duerme como un bendito en medio de todo el griterío. Parece que no le afecte.

«Alguna vez se quedan viajeros a descansar, pero es poco habitual. Los cuartos de arriba, salvo el nuestro, que está al fondo, están disponibles y limpios.

— ¿Por qué es importante este momento?

— Porque ha venido un viajero. Todo vestido de negro. Alto y gallardo. Se nota que tiene clase y dinero. El posadero ya me deja salir de detrás de la barra. Los hombres, por lo general, me respetan bastante, aunque a alguno se le escapa la mano y me da una torta en el culo. Pero yo ya tengo tablas como para mandarlo a paseo.

«El viajero desconocido me llama mucho la atención. Me siento atraída por él, y el posadero se ha dado cuenta de que le dedico más tiempo que a los demás. Cuando me ve riéndome, le molesta y me llama a gritos para que me ocupe del bebé, o de cortar pan, o de cualquier otra cosa. El hombre viene a menudo y suele pasar 2 ó 3 noches en la posada. Es muy elegante y muy refinado hablando. Creo que se ha enamorado de mí, y a mí me gusta tontear con él. Pero al posadero no le hace ninguna gracia. Me avisa varias veces de que no le gusta que ande coqueteando con los clientes, que nunca he sido una puta, porque él no ha querido, y que le debo un respeto. Yo lo entiendo. Pero cuando viene este hombre, los ojos me hacen chiribitas y yo no puedo evitarlo. Y el posadero lo nota.

«Una tarde en que el caballero está sentado en su mesa y el posadero me ve reir a carcajadas, se acerca por detrás, me coge del moño y me arrastra hasta la fuente. Los hombres salen corriendo detrás de él para ver el espectáculo. Y con el escándalo, la gente de las otras casas salen a la calle o se asoman a las ventanas. El posadero me mete la cabeza en el agua unas cuantas veces, mientras yo intento gritar y escabullirme, pero no puedo.

«Los hombres lo animan con gritos de «¡Así, así… que aprenda quién manda en la posada!», o «¡A esa gallina hay que meterla de nuevo en el corral!», o «¡Así, muy bien, despiértala, que está dormida!». Yo aguanto el chaparrón como puedo. Cuando el posadero cree que he tenido bastante, se mete para dentro seguido de la mayoría de hombres, mientras unos pocos y las mujeres de las ventanas me observan. Yo me levanto con la ropa empapada y el moño desecho, levanto la cabeza con orgullo, y vuelvo a entrar en la posada. En el fondo sabía que algo así podía ocurrir, y me lo merecía. El caballero se ha marchado y no vuelve más.

— ¿Y qué más ocurre?

— Nada. Seguimos adelante como si nada. No hablamos del tema nunca. Nunca hablamos de nada, pero nos llevamos bien. Y yo siempre le estoy muy agradecida por recogerme.

— Muy bien. Pues vete al siguiente momento importante.

— Ha pasado un tiempo. Mi hijo mayor tiene unos 13 años y trabaja en la posada. Tengo otros dos niños más pequeños, de 4 y 5 años, que también hacen lo que pueden. Yo estoy inmensa. Super gorda. Me cuesta moverme entre las mesas. Los hombres me respetan más desde que el posadero me diera la lección, pero aún a alguno se le va la mano. A mí ya no me importa.

— ¿Cuántos años tienes ahora?

— Me suena que unos 30. El posadero está mayor. Ya no tiene las fuerzas que tenía antes, pero lo suplimos bien. Mi hijo mayor se parece mucho a él en el carácter. Tampoco habla mucho, pero tiene más mala leche. Yo choco mucho con él. No entiendo su comportamiento ni sus malos modos, si nunca le ha faltado de nada. Me paso el día gritándole para que trabaje y él me dice que quiere ser soldado.

— ¿Por qué es importante este momento?

— No lo sé… La vida es agradable, aunque mi hijo mayor me amarga un poco. Pero los pequeños lo compensan. Siempre están riendo y jugando.

— Muy bien. Pues vete al siguiente momento importante.

— ¡Fuego! ¡Hay fuego por todas partes! ¡La posada se está quemando! ¡Las llamas alcanzan la segunda planta y el tejado! La gente grita, y colabora con cubos y cántaros de agua que cogen en la fuente.

— ¿Y tus hijos?

— Están todos a salvo. Están conmigo. Intentamos apagar el fuego. Todos mis ahorros están ahí adentro.

— ¿Y el posadero?

— No está. Siento que ya murió

— ¿Cómo murió?

— No sé… de unas fiebres, creo. Pero el incendio es brutal, y podría alcanzar a otros edificios. Todos son de madera. Todo el pueblo se echa a la calle para ayudar a apagar el fuego, y al caer la noche lo conseguimos.

«Todo está negro. Todo es carbón. Hay humo por todas partes. Mis hijos y yo lloramos de los nervios y de ver aquel precioso edificio convertido en ruínas humeantes. Una vecina nos ofrece su cobertizo para pasar la noche, y acepto. Nos trae unas mantas, e intentamos dormir, pero es difícil. Todos tenemos el susto en el cuerpo, y yo además, la preocupación de qué vamos a hacer ahora. Toda mi vida estaba allí. No sabía hacer otra cosa, más que servir jarras de vino, hacer carnes a la brasa y fregar cacharros.

«Unos días más tarde se me acerca un hombre mayor a caballo, y me propone reconstruir la posada. A mí me encantaría. Llevamos días sacando tablones negros, pero no tengo dinero como para hacerlo. El hombre me dice que eso no es problema, y saca una gran bolsa negra llena de monedas. Reconozco la bolsa. Era del caballero. Le pregunto que de quién es ese dinero, y me responde que no importa. Que lo que importa de verdad ahora es reconstruir esa posada. Yo le doy las gracias llorando y acepto.

— Sigue un poco más adelante.

— Sí. Ya se ha terminado la reconstrucción. Todo huele a madera nueva. Las habitaciones de arriba son como más lujosas, tienen cortinas y unas camas más cómodas. Ahora paran carruajes de tanto en tanto, y las señoras entran en la posada a cenar y a descansar. Ya no es raro ver señoras elegantes en la posada. Eso me gusta. Yo sigo gordísima. Además he descubierto que desde que no me lavo, los hombres me respetan más. ¡Qué asco! Mis hijos lo saben y no les importa. Ya están acostumbrados al mal olor. Mi hijo mayor sigue en sus trece. Dice que odia la posada y me odia a mí. Yo le cruzo la cara y le digo que es un desagradecido, que no sabe apreciar lo que tiene porque nunca le ha faltado de nada. Es más alto que yo y delgado. Y dice que se va. Que no me aguanta más y que se lleva el caballo. Mis hijos pequeños se quedan mirando. Yo les digo «No pasa nada. Que se vaya. Más tranquilos nos quedamos. Venga, volvamos al trabajo». Y nos concentramos en el día a día.

— ¿Qué pasa con tu hijo mayor?

— No lo sé. No vuelvo a saber nada más de él. Lo echo de menos pero reconozco que todos vivimos más tranquilos desde que se fue. El ambiente en la posada es más alegre y festivo. Mis pequeños ya son más mayores. Tienen ahora unos veinte o veintialgo. Sus novias también trabajan conmigo en la posada. Ahora ellas trabajan detrás del mostrador, y mis hijos y yo por fuera. Las chicas parecen extranjeras, son muy rubias y muy guapas. Creo que también son hermanas y apenas hablan nuestro idioma. Hablan mucho entre ellas, pero se las ve felices, y mis hijos también lo son. A la gente del pueblo le gusta entrar y comer. Ahora se come muy bien. Además de las carnes a la brasa, a mis nueras se les dan muy bien los guisos. También hay más variedad de fruta y verduras. La posada huele siempre a comida rica y a vino.

— Sigue un poco más adelante.

— Mmmm… Ahora soy mayor. Tengo unos 52 años, creo. Vivo en la misma habitación donde descansé el primer día. Estoy muy delgada.

— ¿Qué ha pasado?

— No sé, estoy muy débil y muy cansada. Creo que pasé unas fiebres, y desde entonces no soy la misma. Mi cuerpo está irreconocible. Pero me siento feliz y agradecida. Ya no puedo asomarme por la ventana, pero recuerdo perfectamente las vistas al callejón, los tejados de las casas y la plaza. ¡Y mis nietos vienen a verme! (Lloro al sentir la emoción de ver entrar corriendo a tres pequeños muy rubios de entre cuatro y seis años). Entran en la habitación corriendo y gritando como un vendaval de aire fresco, y a mí me llenan de alegría. No hablo. Creo que he perdido la capacidad de hablar. Pero los abrazo y los achucho a todos.

«Los quiero mucho. (Lloro). Madre mía, ¡creo que los quiero más de lo que quise a mis propios hijos! ¿Cómo es posible? Se me llena el alma de alegría cuando los veo entrar con tanta vida, y contándome sus cosas… Mis nueras llegan detrás. Una trae una bandeja con comida y la otra la ropa limpia para la cama. Son muy amables y cariñosas. Una de ellas vuelve a estar embarazada. Está preciosa. Hablan sobre todo entre ellas y con los niños, pero me tratan con cariño, me lavan, me alimentan y me tienen muy bien cuidada y perfumada. Creo que nunca había estado tan bien arregladita. (Lloro) Se lo agradezco tanto… Les sonrío continuamente para expresarles lo agradecida que me siento. Me encanta el olor a ropa recién planchada. Toda la posada está más limpia desde que se encargan ellas. Mis hijos vienen poco a verme. No me importa. Yo sé que acaban tarde y muy cansados. Creen que estoy dormida y no quieren molestar. Pero yo les escucho. La posada va muy bien. No es un trabajo fácil, pero lo hacen con cariño. Y la relación con las muchachas es muy buena. Los niños ya empiezan a ayudar también y cada día es una aventura. La posada está en buenas manos. Me siento muy feliz. Inmensamente feliz. (Lloro) El dinero ya se devolvió. Ya no hay deudas.

«Mis días se pasan en la habitación, escuchando los ruidos de la calle y de la posada. Oyendo a la gente discutir y reír. Las noches son agradables. En verano duermo con la ventana abierta de par en par. Todos duermen ya. Hay luna llena. Entra el olor de la dama de noche y se mezcla con los aromas de la posada. Oigo un perro ladrar en algún patio, y el canto de los grillos. Soy muy feliz. Todo es perfecto. Creo que ha llegado el momento de irme. Quiero que mis nueras me encuentren mañana sonriendo, y me esfuerzo por mantener mi sonrisa en la cara mientras siento que me elevo.

«Veo mi cuerpo desde arriba, mi pelo largo y blanco, brillando. Mi camisón blanco y limpio, como las sábanas. Me voy hacia la ventana, y me asomo por fin una ultima vez. Veo el trocito de la plaza, pero salgo y me elevo, y veo la plaza al completo. Casi a oscuras, solo con la luz de la luna. El sonido de la fuente. Me sigo elevando y veo las casitas y los callejones. Llegué a este pueblo sin nada, y me voy con el corazón lleno de paz y de alegría. Les deseo a todos lo mejor del mundo. (Sigo llorando de gratitud con el corazón inundado de amor) Me sigo elevando mientras escucho el ladrido de algunos perros. Parece que se despiden. La luna brilla sobre los campos y los árboles. Veo unas montañas a lo lejos. Y hay un río.

«¡Es precioso! Nunca lo había visto. Pasa cerca del pueblo, pero nunca lo había visto. Es maravilloso contemplar el reflejo de la luna en el agua del río. Está todo precioso. (Lloro de alegría) Nunca salí de la posada. Nunca lo necesité. Mi vida entera estaba allí dentro. Trabajé muy duro, pero fue una vida preciosa. Siempre al servicio de los demás. Pero me perdí las maravillas de la tierra y este maravilloso río que contemplo ahora por primera vez. No me importa. Me voy muy feliz. Con el corazón muy lleno…

— ¿Cómo es tu cuerpo ahora?

— No tengo cuerpo. Puedo ver, como si tuviera ojos, pero no veo mis manos ni mis pies. Soy transparente. Tampoco puedo ver a nadie, pero sé que no estoy sola. Hay más seres como yo en mi mismo camino. Vamos ascendiendo y yo voy disfrutando de todos los paisajes. Siento gente triste y otros contentos. Yo soy inmensamente feliz y tengo la sensación de irme habiendo hecho todo lo que tenía que hacer. Es una sensación maravillosa. He sido muy feliz, y sé que mis hijos y mis nueras también serán felices, ahora que me he ido. A lo mejor lo pasarán mal unos días, pero después todo volverá a la rutina de la vida en la posada. Soy muy, muy feliz. Esta sensación no tiene punto de comparación con nada que haya sentido antes. Es una mezcla de paz, alegría, amor, plenitud (como la sensación de haber hecho todos los deberes), orgullo por mis hijos y mis nietos, y orgullo por lo que hemos sido capaces de crear entre todos. Me voy inmensamente feliz.

— ¿Vuelves a ver a algún conocido?

— Sí. Llego como a un lugar donde se reúnen las almas. Es todo blanco, y puedo reconocer a mi hijo mayor. Está igual de joven que cuando se marchó. Me reconoce y se acerca contento. No sé por qué ahora puedo ver los «cuerpos» de los otros seres. Me abrazo a él con alegría. Le pregunto por su vida, y me cuenta que duró poco fuera de la posada. Apenas unas semanas después de salir, lo asaltaron unos bandidos para robarle la bolsa y el caballo. Lo dejaron malherido en el camino y murió al anochecer. Lo siento mucho por él. Siempre pensé que había conseguido hacerse soldado como él quería. Pero lo veo feliz. Él no está preocupado ni enfadado con nadie.

— Muy bien. Pues vamos a dejarlo aquí, porque ya es muy tarde. Despídete del que fue tu hijo con cariño, y ve despertando poco a poco.

— Sí. Está todo bien. Él es mi hija mayor de esta vida. La reconozco.

— Qué bien. Pues respira profundamente, y abre los ojos cuando estés preparada.

Al abrir los ojos me siento como en una nube. Llena de alegría, con los ojos llenos de lágrimas y el corazón rebosante de gratitud por todo y por todos. Y añoranza. Mucha añoranza de aquella vida entre toneles, brasas y vecinos.