A la edad de 13 años, y viviendo en Barcelona, comencé a soñar en repetidas ocasiones que yo era un hombre de unos 42 años. Me miraba en un gran espejo de cuerpo entero mientras me abrochaba una capa gruesa con una cadenita dorada. Nuestros ojos se encontraron en el espejo, yo detrás de él, y su mirada me dijo: «Sí. Yo soy tú», y su cara me sonrió con dulzura. No podía ver su nombre o su apellido, pero sí veía claramente «Benalmádena, 1842». Cuando digo «ver» es porque hay datos que realmente se ven o se saben desde el entendimiento.
Quiero explicar aquí que yo, habiendo nacido y estudiado en Barcelona, lo que conocía era mi zona y mi región. De Benalmádena solo sabía que era un pueblo de España, pero no era capaz de ubicarlo en el mapa con exactitud. Y sin embargo en aquel sueño lo veía claramente.
Me colocaba mi capa frente al espejo, sacaba de mi chaleco un reloj de bolsillo dorado, lo abría, miraba la hora (que marcaba las nueve menos cinco), y salía a la calle subiendo un escalón de madera para ponerme al nivel de la acera. Era curioso subir un escalón para salir a la calle, pero me resultaba tan real y tan familiar, que no le di mucha importancia.
Me dirigía con mi capa, mi chistera y mi bastón hasta la cafetería que había en la plaza, me sentaba en la segunda mesa de la derecha, al lado de un ventanal, y un camarero venía enseguida a limpiarme la mesa y me traía el periódico del día. Allí me tomaba un café en una taza pequeña mientras leía las noticias y observaba a la gente pasar por la calle desde el ventanal.
Seguramente habrá quien piense «¡Menuda película se está montando la colega!», es lógico, yo también lo pensé… pero había algo en aquellos sueños que me decía que no eran «sueños». No sé si seré capaz de explicarlo, pero lo intentaré. Es como cuando vuelves a la casa de tu infancia después de muchos años, y reconoces los muebles, los olores, los paisajes… de repente ves un cuadro enmarcado y dices sin lugar a dudas: «¡El abuelo Paco!». Y sabes que es el abuelo Paco. No hace falta que nadie te lo confirme, porque está allí y siempre ha sido el abuelo Paco… Y ves un papel pintado (por ejemplo) y recuerdas las horas que pasaste mirando aquellas flores, y aquellas hojas… y el fallo en la junta que sigue estando donde siempre… Es como si no hubiera pasado el tiempo. Todo sigue en su sitio. Son tus recuerdos. Pues lo mismo.
Yo recordaba perfectamente el olor de aquella capa, el portalón de madera, el tacto del reloj… ¡una pasada!
Debía de ser un tipo importante, porque el camarero hacía todo lo posible por agradarme y por ser lo más servicial posible. Y yo, ni lo miraba, pobre.
Y así una noche tras otra, cada semana soñaba algo nuevo. Sabía que mi casa estaba cerca de la plaza; que tenía dos entradas, la principal, y la de los carruajes, que estaba por detrás; que la plaza tenía una esquina ciega; que había un edificio principal en esa plaza (casa del alcalde, cuartel, ayuntamiento, etc…); que guardaba en una cajita metálica y oxidada, escondida en el patio un anillo de oro igual al que llevaba puesto, pero con la piedra de otro color, y una peina que había sido de mi madre; que mi casa tenía dos grandes ventanales a los lados de la puerta principal, mientras que las ventanas del segundo piso eran mucho más pequeñas, que desde el patio de mi casa se veía parte de la fachada de la iglesia…
Y el tiempo me trajo a Málaga… lo que es la vida… Y doce años después de llegar aquí, una amiga me convenció para ir a buscar mis recuerdos, y fuimos con el miedo de que nada de aquello existiera después de ciento cincuenta años… Pero existía. Todo existía. El vello de mis brazos erizado caminando por aquellas mismas calles, visitando la iglesia, y redescubriendo la que había sido mi casa y la cafetería de la esquina…
Y hasta aquí puedo leer. Otro día contaré el resto de lo que recordaba de esa vida. Besitos para todos.
Natividad Castejón